Las funciones del partido político (un breve apunte)

Aquellos teóricos que han pensado el partido político yendo más allá del enfoque ideológico y sociológico, y situándose en el punto de vista del partido como una institución, lo han caracterizado en el contexto de la introducción del sufragio universal y los problemas técnicos que ello conlleva. El partido ha constituido una forma organizativa necesaria de gestión de la irrupción de las masas en la política a partir del siglo XIX: no pertenece enteramente a la sociedad civil, a la cual encuadra y organiza, ni pertenece enteramente al Estado, ante el cual detenta sus propios intereses. Juega un papel intermedio:

  • Opera como un mecanismo de selección de cuadros procedentes de la sociedad, a través de candidaturas y designaciones de personal técnico o político para el Estado.

  • A la vez, aglutina y conforma una identidad y una cultura política a través de la simbología y del programa, sea aunando la diversidad de intereses individuales y de grupo, o sea conformando el «para sí» de una clase social cuya representación ostenta la centralidad de su agenda política.

Detengámonos en el segundo aspecto. El partido como fenómeno que tiene su base en una composición de clase, es un axioma fundamental en el concepto de los partidos de masas, compartido desde liberales a comunistas. Dice Weber que las clases sociales «no son comunidades en el sentido estricto dado aquí a esta palabra, sino que representan solamente bases posibles (y frecuentes) de un actuar en comunidad» (Ec y Soc., p. 1117). En todo caso, el propio Weber, desde el individualismo metodológico, admite el axioma básico y central en la teoría política del siglo XIX y XX: la base o el origen de los partidos políticos se haya en la composición de clase diversa (o antagónica) de una sociedad. Este punto debería ser desarrollado, aunque no nos dentendremos aquí, a la hora de precisar cuál es la actualidad del partido político en el contexto del pluralismo de valores que impregna las sociedades avanzadas. Donde las clases sociales se hallan profundamente fragmentadas, cuando las propias alianzas de intereses de clase dan el salto al plano político (una idea tan vieja como la política, inicialmente defensiva, de frentes populares en los años 30), los partidos se convierten en una estructura más compleja. Esto ha dado lugar a la propia teoría de la «transversalidad», tan en boga actualmente y tan debatida y discutida, pero que nuevamente no es ajena a las luchas políticas defensivas que ya se habían desarrollado en los años 30.

Estas dos funciones parecen claras dentro del partido político clásico. No parece tan claro, a menudo, una tercera función que hoy por hoy debería ser el eje clave de una transformación democrática del Estado y del sistema político:

  • El papel del partido político como espacio de control popular desde abajo. Y sin embargo, una buena parte de los militantes de los partidos políticos se definen a sí mismos como militantes de base, cuyo principal interés no reside en «escalar» posiciones en la organización ni ocupar puestos en las instituciones. La democracia interna de los partidos, y la participación en la toma de decisiones mediante refrendos, primarias y consultas al margen del ejercicio diario de la democracia en los órganos y las asambleas de base, es una exigencia a las formaciones políticas que afortunadamente cada vez reciben con más frecuencia.

Esta tercera función es inevitable si se busca adecuar la herramienta a la estrategia (y cuánto más ahora, que la crisis política se entiende como crisis de representación): no hay transformación de las estructuras actuales del Estado sin participación masiva en dicha transformación, y el esquema de aglutinar lo social y lo político resultaría impracticable sin la implicación y la participación. Si el partido sigue siendo una escuela de cuadros, esos cuadros deben estar formados desde el principio en una radicalidad democrática. La superación de la partitocracia y el ejercicio de una soberanía popular más activa y participativa requiere, como uno de los ingredientes fundamentales, de este trabajo sin gloria y un tanto invisibilizado que realmente dota de contenido, en esta era de fanboys y de propaganda tuitera, al viejo y honorable título de «militante«. Un militante político no es el que comparte los logros de su «equipo», sino ante todo el que vive su organización como un problema siempre susceptible de ser transformado y radicalizado en un sentido democrático.

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