Cuando Poe escribió «El hombre de la multitud«, tal vez idealizaba, por desconocimiento, la realidad de una ciudad moderna. Tal vez quien la desconozca sea yo, humilde intelectualillo provinciano. Todas las fantasías de lo urbano ponen el acento en el anonimato de la multitud y en la masificación: es la utopía (o distopía) de una ciudad que nunca duerme. En una ciudad tal, el hombre de la multitud es como la propia carta robada de Poe: su corrupción es tan manifiesta, su crimen, como concluye horrorizado el narrador, es tan patente, que al igual que la carta de este otro cuento se oculta mejor si está a la vista de todos, y nadie le da importancia. Un carácter criminal llama más la atención oculto en una buhardilla o sumergido en las catacumbas, que paseándose a plena luz del día entre calles comerciales y mercados. Se ha escrito mucho acerca de la conquista que supuso la iluminación nocturna de las ciudades, de la revolución que supuso para la seguridad el paso a la luz eléctrica; es cierto que Jack el destripador pertenecía a la luz de gas y a la tupida niebla londinense, pero no es menos cierto que la sutileza introducida por la bombilla no detuvo el crimen ni la depravación, y todo el refinamiento de la civilización ha venido acompañado de formas más enrevesadas (o metódicas) de barbarie. El hombre de la multitud pertenece a este tipo de barbarie.
Pero cuando cae la noche, cuando las personas decentes regresan a sus hogares, la más bulliciosa de las urbes aterra al hombre de la multitud. Gente, su seguridad se nutre de la gente. Cualquiera que sintiéndose en soledad, o abatido por las preocupaciones, haya marchado a olvidar sus penas con un largo paseo, confirmando así el viejo dicho berkeleiano de que «ser es percibir y ser percibido», habrá sentido una angustia semejante. No siempre hallamos zonas abarrotadas, ni tenemos la suerte de toparnos con una feria nocturna. Con más frecuencia de lo que desearíamos, las ciudades duermen como una red social sin notificaciones. No hay, posiblemente, panorama más desolador que un casco histórico o una zona comercial a altas horas de la noche: la iluminación por única compañía, el temor a cruzarse con otras figuras fantasmales que deambulan misteriosamente desesperadas, como nosotros mismos. En esas horas, ni el psicoanalista está de guardia (y cuántos misterios descubriría un psicoanalista de guardia, en comparación con el compañero que nos escruta a plena luz del día, en horas fuertes de nuestras defensas). El propio lecho, la propia biblioteca, el diario digital que aún no ha actualizado contenidos empiezan a parecernos mejores distracciones que este encuentro fortuito con lo real insoportable de nosotros mismos.
Y cuando quedamos reducidos a ese mínimo de lo humano, entonces descubrimos lo abismal de nuestro impulso sin objeto, lo bestial que carece de otro referente subjetivo y externo. El «Hombre de la multitud» es el espejo de eso que somos cada uno de nosotros, sometidos a un aislamiento suficiente para ablandarnos: criminales en potencia, víctimas de nuestros deseos inocultables, del crimen banal o del deshonesto pecadillo. No hay que temer, mientras a la mañana siguiente volvamos a encontrar en la mesa de al lado a una pareja mayor que desayuna tostadas normalmente.
Categorías: Filosofía
Gracias por tu análisis. Leí el cuento y necesitaba una vuelta de tuerca para sacar conclusiones. Saludos
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