El Banquete de Platón (I): verdad y goce

«El banquete» de Platón comienza con Fedro afirmando algo que puede parecer chocante: a diferencia de otros dioses, ningún poeta ha dedicado un elogio a Eros. Tampoco lo han hecho los sofistas. En nuestra sociedad, marcada simultáneamente por el ideal del amor romántico y por la hiper-sexualización, algo así puede parecernos inconcebible: parece que nuestros poetas, nuestros músicos, nuestros publicistas hablan sólo del Eros.

Michel Foucault decía que a pesar de que en la época moderna proliferan los discursos sobre el sexo, lo que realmente hay es un mayor control y una reglamentación moral bajo formas nuevas: el discurso experto de la medicina, de la psicología, de la sexología, etc. Sostengo que esto lo anticipa ya Platón. Por eso el recelo hacia los poetas y los sofistas. La actitud ante la sexualidad que van planteando los invitados en el Banquete, aunque resulta absolutamente extraña a la moral judeocristiana, no supone tampoco una liberación de las pasiones sino una reglamentación de otro tipo. En último término, aunque pretende acotar diversos aspectos del fenómeno, sólo analiza caso por caso y está desprovisto de un punto de vista general, que es de lo que se trata en el método socrático-platónico: hallar una definición cierta de la cosa.

Tras los discursos que Platón presenta y va superando de manera dialéctica, encontramos orientaciones sobre cómo proceder y qué debe entenderse, en sentido normativo, como el buen Eros. Eso lo hallamos en los discursos de Pausanias, que enfrenta el Eros noble y el Eros vulgar. También en el discurso médico de Erixímaco, que habla del Eros como equilibrador de pasiones y de contradicciones fisiológicas en el organismo humano. Eros es lo que armoniza y conduce a un fin sano los impulsos de todo lo viviente e incluso del mundo inorgánico.

Por ese motivo, puesto que Eros impulsa a los actos nobles, según afirma Fedro, un ejército de amantes sería tan poderoso: porque ante el amado todos nos crecemos en las adversidades, realizamos actos heroicos donde probar nuestra valía, arriesgamos la vida por la vida del otro, y nos sentimos parte de una totalidad en la cual reside la autenticidad de nuestra subjetividad. Sin llegar a la ridícula narración de Aristófanes (el mito del andrógino), el sujeto que ama se reconstruye, se recompone de algún modo, y pone más empeño en sostener su subjetividad ligada al amado que en su propia vida individual y precaria.

Esta convicción podemos asignársela al propio Platón, quien en la República ya sostiene tesis similares, al postular la comunidad de amantes y la abolición de la familia como base del ejército y del gobierno. En ambos casos, el amor compartido en el seno de la comunidad que se aliena en un propósito colectivo es más importante, y es la base de un amor que nos constituye como sujetos y por tanto, a diferencia de esos amores negativos, individualistas y ciegos, necesita de la idea como algo inseparable del goce.

Detenemos aquí nuestra primera incursión en El Banquete. Nos quedamos con esta reflexión, tan ajena a nuestro marco cultural judeocristiano: su identificación de la voluntad de verdad con la voluntad de goce. Es profética la radicalidad de Apolodoro, el narrador del diálogo, al comienzo: «…cuando hago yo mismo discursos filosóficos o cuando se los oigo a otros, aparte de creer que saco provecho, también yo disfruto enormemente.»

Esta inseparabilidad de la filosofía y del goce resulta de plena actualidad, y tiene plenas resonancias políticas. La política, como la filosofía, se basan en la verdad. Pero no en una verdad puritana, monástica, mortecina. El sufrimiento no es indicador de proximidad hacia una verdad, más bien al contrario. Hacia la verdad nos impulsa el Eros, que más adelante define Sócrates como amor de procrear y generar en lo bello (sea en la belleza de los cuerpos o de los intelectos).

Continúa en El banquete de Platón (II): amor como producción.

 

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