Una lanza por el postestructuralismo. «El marxismo y lo meramente cultural», de Judith Butler

Resize of FSMNov20-2Judith Butler es una filósofa feminista post-estructuralista, conocida por sus aportaciones a la llamada teoría Queer, condensadas en sus dos libros más conocidos: El género en disputa (1990) y Cuerpos que importan (1993). La teoría Queer [término macarra que como bien define el urban dictionary, viene a significar «raro» y por extensión homosexual] argumenta que la identidad sexual es fundamentalmente una construcción social y simbólica, enfrentándose a todas las perspectivas esencialistas y biologistas que consideran la diferencia y la identidad de género como algo dado fuera de la historia, en una hipotética naturaleza humana. De este modo, Judith Butler podría situarse dentro de la excelsa tradición de crítica de la ideología que desenmascara lo esencial como producto histórico cuyas huellas y cuyas condiciones de aparición han sido encubiertas bajo el uso cotidiano.

La teoría Queer, si bien tiende a pasar por alto los factores materiales (biológicos, sociales y económicos) que constituyen la identidad y la subjetividad, pone el acento sin embargo, acertadamente, en cuestiones que los movimientos políticos populares, basados tradicionalmente en la identidad masculina (varón heterosexual de clase obrera) pasaban por alto. Esta teoría también va más allá de las limitaciones de un enfoque estrechamente biologicista sobre la identidad de género: ésta es el resultado de un efecto de transformación performativa, de un efecto de poder generado por el orden que Foucault llamaría discursivo. El cuerpo no se define sólo como un objeto de opresión, sino como un campo de batalla en sí mismo, donde se producen movimientos de poder y de contrapoder que modifican performativamente los límites del cuerpo.

Postestructuralismo y marxismo: crónica de un desencuentro

Algunos marxistas han criticado el postestructuralismo como un movimiento reactivo y conservador que, tras el activismo de los años 60, optaba por retirarse de la política y por refugiarse en las universidades y en el mundo académico. La crítica de Alex Callinicos en su libro de 1989, Against postmodernism, va por esta línea, dirigiendo sus ataques particularmente contra Lyotard y Baudrillard. En una línea similar se pronuncia Terry Eagleton a propósito de los sociólogos británicos Hirst y Hindess (crítica que hará extensa a Laclau y Mouffe).  A través de la teoría del discurso y la semiótica, muchos intelectuales de izquierda dieron el paso desde posiciones revolucionarias a un reformismo más suave. Según Eagleton, «no es una coincidencia que esto haya sucedido precisamente cuando la primera estrategia se enfrentó a auténticos problemas» (Ideología. Un mapa de la cuestión, p. 278). En los años setenta y ochenta, los intelectuales de izquierda desecharon rápidamente toda referencia a las clases sociales o a la lucha de clases, refugiándose en el combate contra un economicismo que muy pocos marxistas y socialistas sostenían realmente. Aquella huída política coincidió muy oportunamente, como señala Eagleton, con los años más combativos de la clase obrera inglesa.

El postestructuralismo, réplica de Judith Butler

Judith Butler da su propia visión de las razones de este desencuentro en un artículo titulado «El marxismo y lo meramente cultural», publicado originalmente bajo el título «Merely cultural» en la revista Social Text 52.3 (otoño-invierno 1997) y en edición revisada en la New Left Review de mayo-junio de 2000. En este artículo, se propone evaluar dos tipos de afirmaciones, muy extendidas dentro de los debates en los círculos intelectuales de izquierdas:

  1. La objeción típicamente marxista a la reducción de toda teoría y de todo activismo al estudio de la cultura (reducción del marxismo a los estudios culturales o cultural studies).
  2. La tendencia a relegar los nuevos movimientos sociales a la esfera de lo cultural, despreciándolos e intepretando toda política cultural como fragmentadora, identitaria y particularista.

La idea implícita en estos debates es que el postestructuralismo habría bloqueado al marxismo, junto a cualquier «posibilidad de ofrecer explicaciones sistemáticas de la vida social o de sostener normas de racionalidad». La posición marxista ortodoxa considera que los nuevos movimientos sociales habrían dividido a la izquierda, despojándola de ideales comunes, fragmentándola y reduciendo todo activismo a una mera defensa de la identidad cultural.

«La acusación de que los nuevos movimientos sociales son ‘meramente culturales’ y que un marxismo unitario y progresista debe retornar a un materialismo basado en un análisis objetivo de clase presume en sí misma que la diferencia entre la vida material y cultural es algo estable».

En realidad, como afirma Butler, lo que tenemos aquí bajo el nombre de «marxismo ortodoxo» (que no tiene nada que ver con el pensamiento de Marx, por cierto, ni del Engels que escribió El origen de la familia) no es más que un anacronismo teórico que ignora las contribuciones a la teoría marxista desde que Althusser reformulara el modelo base-superestructura y desde las aportaciones teóricas del materialismo cultural. El resurgimiento anacrónico de una distinción entre lo material y lo cultural favorece una táctica que aspira a identificar los nuevos movimientos sociales con lo «meramente cultural», y lo cultural con lo derivado y secundario.

Esta ortodoxia reclama una unidad que, paradójicamente, volverá a dividir a la izquierda: de un lado los «buenos» universalistas que tienen una perspectiva estratégica unitaria, y por otro los particularistas que dividen las luchas. En realidad, la ortodoxia favorece un conservadurismo social y sexual que relega cuestiones como el sexo o la raza, frente al «auténtico» asunto de la política. Pasa por alto, también, que estos movimientos sociales habrían cobrado impulso ante los intentos de afirmar el universalismo por decreto, sea desde la racionalidad habermasiana o desde el liberalismo «ciego a las diferencias». La ortodoxia se opone (por «fragmentadores») precisamente a unos movimientos progresistas que mantienen a la izquierda con vida.

Ahora bien, lejos de fragmentar con su discurso, Judith Butler comprende sensatamente que la articulación de estas luchas (sin reducir unas a otras, sin contraponer unas facciones a otras) es la única forma de construir una verdadera unidad progresista, donde se eviten los esencialismos, se eludan los reduccionismos barbáricos (esencialismos, economicismos) y se articule el movimiento político-social como una estructura compleja de luchas solidarias entre sí. La manera que Judith Butler tiene de entender esta unidad resulta profundamente hegeliana, y no pasa por la mera síntesis (en la forma de una estructura jerarquizada, de un partido o de una organización que comprenda en su seno a todas las movilizaciones) sino por la unidad contradictoria de una multiplicidad de movimientos que convergen y se cruzan de manera productiva. Juntos, no necesariamente revueltos, cada uno con su tradición y con su propia identidad:

«La única unidad posible no debería erigirse sobre la síntesis de un conjunto de conflictos, sino que habría de constituirse como una manera de mantener el conflicto de modos políticamente productivos, como una práctica contestataria que precisa que estos movimientos articulen sus objetivos bajo la presión ejercida por los otros, sin que esto signifique exactamente transformarse en los otros»

Y también:

«Cualquiera que sea el universal que cobre existencia -y podría darse el caso de que los universales sólo cobraran existencia durante un periodo limitado, un ‘destello’ en el sentido de Benjamin-, será el resultado de una difícil tarea de traducción en la que los movimientos sociales expondrán sus puntos de convergencia sobre el trasfondo en el que se desarrolla el enfrentamiento social».

Esto significa articular la lucha como un encuentro de los distintos movimientos en torno a los mismos problemas que atraviesan a la sociedad (pues en la cita de arriba Butler, lejos de cualquier culturalismo que le podamos atribuir, parece estar hablando de la contradicción capitalista fundamental y de la lucha de clases como el trasfondo a partir del cual se organiza la respuesta de los movimientos sociales). Y este encuentro de distintos «aparatos ideológicos» independientes y descentrados tiene un nombre: democracia. El futuro de la izquierda depende de la capacidad para articular democráticamente los espacios de lucha y los movimientos, ya que «cualquier esfuerzo de imponer la unidad a estos movimientos desde fuera será rechazado nuevamente como una forma de vanguardismo dedicada a la producción de jerarquía y disenso que generarán la misma fragmentación que, se asegura, proviene del exterior».

Conclusiones

Contra los críticos «ortodoxos» del postestructuralismo, habría que aventurarse a indagar una sospecha bien incómoda: ¿y si el postestructuralismo, los movimientos sociales y el enfoque en las luchas «culturales» o «transversales» no fueron una retirada voluntaria de personas que se habían escorado hacia posiciones más reformistas, sino un síntoma de un bloqueo histórico en el movimiento obrero y la izquierda tradicional?

Como Judith Butler recuerda en «El marxismo y lo meramente cultural», Marx y Engels habían reconocido que el modo de producción debía incluir formas de asociación social (formas «privadas» de administración de la vida social: una organización «biopolítica» diríamos con Foucault). Butler cita un pasaje de La ideología alemana:

«Los hombres que rehacen diariamente su propia vida, simultáneamente comienzan a crear a otros hombres, a reproducir a los de su clase: se trata de la relación entre hombre y mujer, entre padres e hijos, se trata, en definitiva, de la familia

Buena parte de los debates feministas en los años 70 y 80 se dirigían hacia este problema, el de la familia heterosexual como elemento indispensable para el modo de producción, y ante todo hacia el problema de la propia producción del género como un factor indispensable en la «producción de seres humanos». Es una profundización en algo que ya Althusser había mencionado: la familia como un Aparato Ideológico, uno más de tantos, privado y descentralizado, que sirve en último término a un fin económico como es la reproducción o producción de seres humanos que serán destinados a un puesto en la producción.

Los «marxistas» ortodoxos que reprodujeron las peores tendencias economicistas tradicionales, fueron en buena medida responsables al no haber articulado, en vísperas de la gran ofensiva neoliberal, una respuesta a este y a otros muchos problemas que se situaban aparentemente en «el extremo opuesto» del arco económico-cultural. Como si la vieja y buena clase obrera estuviera al margen de cuestiones «accesorias» como la raza o el género, como si los obreros no fueran obreros porque están racializados y sexualizados, y porque viven en la ideología hegemónica que reproduce sus condiciones materiales de existencia bajo un modo de producción capitalista.

Categorías: Filosofía

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