El «sujeto revolucionario» ante el hecho del pluralismo en las sociedades capitalistas liberales

Uno de los temas más trillados en la izquierda, especialmente en los últimos tiempos de «apoliticismo», es el del sujeto revolucionario: ante las perspectivas de una tranformación radical de la sociedad, y sean cuales sean las líneas generales de dicha transformación (sea cual sea el programa político por el cual definitivamente nos orientemos las fuerzas transformadoras), ¿quién se ocupará efectivamente de llevarla a cabo? ¿Qué fuerzas sociales, clases o subclases, bloques de fuerzas, estratos o estamentos se agruparán definitivamente en torno al programa transformador? Es un problema conexo con el de las célebres «condiciones subjetivas»: nivel de madurez de una sociedad y en especial de las fuerzas contestatarias, sus dirigentes, sus organizaciones y su base social… que condicionan la posibilidad de la emergencia de una protesta articulada en la forma de lo que se ha llamado un «sujeto», en el cual el universalismo revolucionario y la transformación de la sociedad se convierten en propósitos conscientes.

Pero las cosas son más complicadas. La mayor aportación filosófico-política de Marx no fue identificar a la clase obrera como sujeto revolucionario universal (Marx nunca escribió en esos términos). La invención de Marx fue que, creyendo en un ideal universalista del hombre emancipado, consideró que sólo los intereses particulares de una clase social determinada (la que no era propietaria de los medios de producción) podían ser compatibles con los intereses universales de toda la humanidad, emancipándola por encima de las diferencias particulares. Esto significa que la clase obrera para Marx era importante porque sus intereses particulares, realmente existentes (no imaginarios, no utopías ideadas por este o aquel pensador individual), tenían un aspecto universalista. De este modo, la clase social es sólo el mediador evanescente, puramente coyuntural y contingente (puede ser otro colectivo si funciona a esos efectos) que ha de desaparecer en el proceso de universalización –la clase obrera se desvanecerá cuando la sociedad comunista acabe con todo antagonismo de clase.

El problema surge en un periodo como el actual, el del llamado «posfordismo», que en realidad es relocalización de industrias en la economía global, unida al desarrollo en occidente del sector servicios, unida a la aparición de nuevos sectores económicos, unida a la explotación de formas de producción fuera de la unidad productiva o empresa, unida a la independización del capital financiero y el estancamiento de la inversión en capital real, unida a la racionalización del capital real que externaliza partes esenciales del proceso productivo las cuales parasita de la sociedad, en la forma verbigracia de producción de vinculos sociales o culturales… Al mismo tiempo, se multiplica la estratificación de las clases sociales subalternas y de la pequeña burguesía (es decir, los poseedores de pequeñas propiedades, productores o rentistas),y dentro de este compendio, la pluralidad de intereses contrapuestos, de visiones del mundo, afinidades, creencias e ideas. En el postfordismo, las sociedades capitalistas se vuelven plurales, se dividen en infinidad de subgrupos sin intereses comunes particularmente definidos, ninguno de los cuales sería radicalmente revolucionario. En definitiva, el llamado postfordismo significa el declive de la política de masas (así como de sindicatos-clase o células), ante los efectos disolventes del atomismo hegemónico, del corporativismo y del pluralismo de intereses y valores.

En este contexto de pluralismo de valores (lo que Rawls llama el hecho del pluralismo), la conexión de lo particular con lo universal se convierte en sí misma en un problema, y el universalismo deja de ser automático. Toda vez que existen distintas concepciones del bien, las justificaciones clásicas de la justicia resultan particulares de un grupo u otro de creyentes. En la actualidad, la justificación tradicional de los derechos fundamentales (Locke) por su origen en la ley natural resulta insuficiente, como lo es la justificación de los derechos del hombre y del ciudadano por «evidentes». Este tipo de justificaciones, que fueron convincentes en un momento histórico, hoy sólo serían admitidas por colectivos particulares con determinadas concepciones de la vida y del bien; pero no serían admisibles por toda la población. En una sociedad plural, la única forma posible de articular una respuesta crítica pasa por la enunciación de una postura universal. La alternativa sería el irracional desencuentro de particularismos excluyentes y tribalismos de toda clase.

Aquí se inserta la propuesta del primer John Rawls, el de la Teoría de la justicia, como una manera de reconstruir el universalismo (transformador, progresista) a partir de una atomización propia del pluralismo de valores, irreductible e inevitable en una sociedad capitalista desarrollada. Rawls nos propone que imaginemos formar parte de una asamblea, en la cual todos los participantes somos agentes racionales que conocemos las diferencias socioeconómicas, así como culturales de nuestra sociedad. Al mismo tiempo, hagamos el ejercicio de olvidar nuestra posición real en dicha sociedad («velo de ignorancia»). Los participantes conocemos el sistema de diferencias que existen, pero desconocemos nuestro lugar en dicho sistema. A continuación, decidamos la distribución de bienes básicos, esto es, de posibilidades para realizar la concepción del bien de cada individuo o grupo (seguimos sin conocer de qué grupo formamos parte). Según Rawls, lo racional en esta asamblea sería proceder por medio de una estrategia «maximin»: maximizaremos el mínimo, garantizando que, en el caso de formar parte de los menos favorecidos por la sociedad, aún dispongamos de suficientes recursos para realizar nuestra concepción de la vida buena. A partir de aquí, Rawls formula sus famosos principios de justicia, que consagran ante todo la libertad, la igualdad, y el principio de que toda desigualdad originada en el desempeño de cargos o funciones sociales específicas (accesibles a cada individuo según el principio de libre igualdad de oportunidades) debe redundar en algún beneficio para los más desfavorecidos. Claro ejemplo de esto último es la función pública, a la que cualquiera puede tener acceso por medio de un proceso de selección objetivo y que supone trabajar por el bienestar de la sociedad en su conjunto, en especial aquellos que necesitan la aportación de un salario indirecto en forma de servicios públicos.

Pero con independencia del contenido de esta teoría, de corte socialdemócrata-liberal, Alex Callinicos ha reivindicado los principios de justicia de John Rawls (que interpreta como igualitaristas) como potencialmente críticos precisamente por su abstracción, por aquello que la crítica marxista-historicista tradicional, pero también comunitarista, denunciaría como su desconexión con toda particularidad real y concreta. Callinicos destaca la necesidad de unos principios de justicia, no por su capacidad para insuflar moralidad a la vida pública, sino por su contenido crítico de denuncia del orden real existente.

Los principios normativos formulados por el liberalismo igualitario son pues como los austeros artefactos modernistas de Beckett y Schoenberg, que Adorno apreciaba porque en su desnuda abstracción exponían tácitamente la crueldad e injustidicia al mundo del capitalismo tardío.[2]

Ahora bien, el problema es más complejo. La teoría de John Rawls, simple y comprensible como puede parecernos, en el fondo tiene algo de escandalosa. Resulta insólito que Rawls se atreviera a proponer que los hombres hicieran el esfuerzo de abstraer del juicio acerca de la justicia su posición real en la sociedad («velo de ignorancia»), incluyendo sus propias creencias y sus sistemas de valores. Si Rawls es capaz de pensar de este modo, ello es porque vivimos en sociedades «postmodernas» donde las creencias y valores se experimentan como algo materialmente separado de nuestras conciencias, como algo pasajero y transitorio, a veces incluso fruto de la libre elección. Es lo que Michael Sandel llama el «yo desvinculado»: «lo que importa por encima de todo, lo que es más esencial a nuestro carácter de personas, no son los fines que elegimos, sino nuestra capacidad de elegirlos».[3] El «pluralismo de valores» es la era del supuesto «fin de las ideologías», o de la «moralidad de mercado» en la cual ninguna creencia o finalidad es de importancia constitutiva,[4] y la identidad del sujeto no se define por los fines e intereses sino por la capacidad de elegir como agente «libre» e «independiente» (jamás depositario, pues, y en teoría, de una creencia verdadera).

Lo que llamamos creencia en sentido fuerte se experimenta hoy día, más bien, como una creencia reflexiva: creo que sostengo una creencia. «Creo» significa realmente «creo que creo». Exactamente igual que podría decirse «creo que estoy resfriándome». La creencia es algo que sin más sucede o padecemos (es un hecho azaroso, como plantearía Rawls siguiendo aquí punto por punto la distinción kantiana del sujeto trascendental y los rasgos patológicos). Y lo que llamamos propiamente creencia es un juicio de segundo grado. Esta actitud natural, banal pero real y cotidiana, está más próxima a la verdad de lo que parece: si la ideología es algo que se nos inculca de forma pasiva, nosotros, que somos individuos bien conscientes de nuestro lugar en la sociedad, o eso creemos, sólo podemos de modo realista evaluar el hecho de que esta creencia nos venga impuesta. Como al mismo tiempo conocemos la eficacia material de la ideología, y que no existe un afuera de ésta, tenemos que reconocer que, pese a todo, ser conscientes de nuestra creencia no la suprime, pues por «creencia» damos a entender mucho más, una implicación subjetiva en un universo simbólico. Así pues, el moderno «yo desvinculado» se encuentra en la posición paradójica y problemática de saberse dominado por realidades externas (lo que Althusser describe como prácticas complejas ritualizadas, encuadradas en Aparatos Ideológicos de Estado), y a la vez concebirse lo suficientemente desapegado de ellas como para definirse a sí mismo en tanto agente racional, evaluador trascendente de su sistema de ideas y valores. El sujeto concibe su ser a partir de la libertad de elección, a pesar de que conoce muy bien los límites de dicha libertad (que opone ante sí mismo, como compromisos, rituales, imposiciones externas).

Como hemos dicho, la creencia se experimenta por nosotros como una creencia de segundo grado, un juicio acerca de un fenómeno de conciencia cuyo origen externo podemos desconocer. Precisamente porque experimentamos esta dualidad, es por lo que podemos suspender el juicio, distanciarnos de nuestras creencias, y abrazar la universalidad. Ello es posible en la medida en que nuestras creencias se hallan desustancializadas ya de todo contenido, puesto que lo que llamamos creencia es un simple enunciado sobre un estado mental transitorio respecto el cual nos hallamos desvinculados. Ese estado mental lo abrazamos mientras nos convenga, incluso sabiendo que no constituye ninguna idea en un sentido fuerte del término, que nos implique de manera constitutiva en nuestro ser.

De modo que la propuesta de Rawls (y de Callinicos) no son sino falsas salidas. Son síntomas de otra cosa: propuestas plausibles para una sociedad en la cual el pluralismo significa desvinculación de los sujetos con sus creencias más íntimas, y una relación problemática de ellos con éstas. Ciertamente, la hipótesis de Rawls acerca del velo de ignorancia presupone una sociedad en la cual todas las creencias se reducen a ser individuales, particulares, como mercancías adquiridas en el mercado a medida de las necesidades de cada cual según su posición en la división social del trabajo. El «velo de ignorancia» no resulta entonces inconcebible ni imposible, se halla al alcance de cualquiera, en la medida en que el estado natural de los sujetos hacia sus propios estados mentales carece de toda implicación real. Por esta razón la teoría de Rawls contiene algo de relevancia: para alguien que asuma (como un socialdemócrata) los modos de producción y distribución vigentes en el capitalismo, la única forma de tocar la universalidad es partir de una abstracción inconexa con la realidad de las creencias particulares, que son imposturas carentes de toda potencialidad subversiva. La única potencia mínimamente emancipadora provendría de la puesta en paréntesis de esas particularidades en ninguna de las cuales creemos, y de la asunción de la universalidad abstracta.

¿Es esto todo lo que tenemos a nuestro alcance? Los sujetos contemporáneos, cuando desarrollan su desvinculación en forma de indiferencia respecto de sus propios «estados mentales», caen en la frigidez. Políticamente, la abstracta universalidad kantiana de los principios de justicia de Rawls, carentes de toda conexión con un compromiso «patológico» particular, desemboca en el burocratismo. ¿No es ese burocratismo el mayor pecado de las instituciones de la Unión Europea, órganos totalmente «técnicos» y supuestamente «despolitizados», guardianes de la ortodoxia, que imponen las medidas «correctas» y «necesarias» a pueblos que como niños reclaman deseos imposibles e irreales?

El problema no consiste en enunciar unos principios de justicia abstractos, sino en repetir el gesto de Marx y localizar la conexión entre un momento particular concreto y la universalidad emancipadora. Esta conexión, empero, en una sociedad económicamente atomizada, se ejerce de partida desde la individualidad de uno mismo, solo ante su propia conciencia. Parece que se hace necesaria, pues, una fenomenología del momento del compromiso o del gesto ético individual-universal (línea trabajada desde Sartre a Badiou y Žižek), como ligazón del sujeto con una particularidad determinada que lo convierte en revolucionario. Pero la conciencia individual del hombre atomizado no es jamás una conciencia solitaria, pues se encuentra regulada por los principios anti-políticos de la opinión mediatizada, de las modas y tendencias de su tiempo, de la materialidad de la ideología ambiente. Más allá del problema de la «toma de conciencia», la cuestión política fundamental pasa a ser por consiguiente la de la constitución y el fortalecimiento de una organización (post-leninista) que sirva de aglutinante, construyendo hegemonía por medio de la traducción de las demandas particulares de cada grupo y subgrupo, remitiéndolas a la generalidad de una lucha colectiva, y recuperando el sentido de la comunidad política en un momento en el que ésta parece haber perdido  relevancia.


[2] «The normative principles formulated by egalitarian liberalism are thus like the austere Modernist artefacts of Beckett and Schoenberg, which Adorno prized because in their stark abstraction they tacitly exposed the cruelty and injustice of the late capitalist world» (Alex Callinicos, The resources of critique, Cambridge: Polity, 2007, p. 222.)

[3] Michael Sandel, «La república procedimental y el yo desvinculado», en José Luis Martí, Roberto Gargarella, Félix Ovejero Lucas (coords.), Nuevas ideas republicanas: autogobierno y libertad, Madrid: Paidós, 2003, p. 82.

[4] «Significa que siempre hay una distinción entre los valores que tengo y la persona que soy. Definir cualquier característica como mis fines, ambiciones, deseos, etc., siempre implica algún sujeto, un “yo”, detrás de ellas, a cierta distancia, y la forma de este “yo” debe darse anteriormente a los objetivos o atributos que poseo. Una consecuencia de esta distancia es poner al yo mismo más allá del alcance de su experiencia, asegurar su identidad de una vez para siempre. O, para decirlo de otra manera, deja afuera la posibilidad de lo que podríamos llamar fines constitutivos. Ningún papel o compromiso podría definirme de forma tan completa como para que yo no pueda comprenderme sin él. Ningún proyecto podría ser tan esencial que dejarlo de lado supondría poner en duda la persona que soy» (Ibid., pp. 81-82.). La lógica detrás de este argumento es un puro error categorial: una extrapolación de categorías lingüísticas (sujeto-predicado) al plano ontológico; lo mismo podría decir que hay una distinción entre los brazos que tengo y la persona que soy, la cabeza o el cerebro que tengo y la persona que soy…  Pero la cuestión de fondo es que, en efecto, sí hay fines constitutivos sin los cuales un sujeto deja de serlo, y esos fines tienen que ver con la fidelidad a una idea, a un acontecimiento significativo (histórico como una revolución, o personal, como un enamoramiento), a un principio ético-político…

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3 replies »

  1. Gracias por tu pormenorizado comentario, Eduardo, eres el primero en hacerlo en el blog. Cuando tenga un momento retomaré el artículo para pulir algunas cosas que quizá estén tratadas a la ligera.
    Una sola cosa, la cita de Bujarín está introducida de manera forzada, en el texto original de la tesis, páginas antes, explicaba lo que me parecía relevante de esa declaración y por qué, pero al retomar el tema en este extracto articulizado quise introducir la idea sin explicarlo lo suficiente.

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  2. Luis, como siempre muy interesante tu artículo y desde luego en tan poco espacio hay mucho que discutir, quizás además de lo correcto en algunas apreciaciones lo mejor sea que favorece el debate y la polémica respecto a temas centrales de la teoria marxista y de la izquierda en general.
    Comparto contigo aspectos esenciales del mismo como tu valoración sobre el papel «utilitarista» dado por Marx a la clase obrera o proletariado en cuanto a la universalidad, a su capacidad para integrar otros interéses y hacerlos comunes para avanzar en la construcción de una alternativa al capitalismo o mejor dicho del Socialismo. Tambié estoy de acuerdo con el desarrollo de las clases sociales, y en especial lo que podríamos llamar las clases trabajadoras, en el potsfordismo, eso que tú llamas sociedades plurales. Yo en este aspecto lo llamaría más bien que se produce es un efecto multiplicador de la estratificación de las diferentes clases sociales existentes, pues estratificaciones siempre han existidos. Eres muy categorico al decir que carecen de interéses comunes. Yo sin embargo no creo que no tengan intereses comunes entre las diferentes estratos y clases, esto se dá solo en apariencia y es precisamente para entender esa apariencia juega un papel central los potentes medios de subyugación ideológica que dispone el sistema. Mientras todos estan contra todos no se construyen alternativas colectivas.También estoy de acuerdo con tucrítica a Rawls, y en cierta medida del trotsko Callinicos. Pero me parece un poco rebuscado el ejemplo de la declaración forzada de Bujarin en los procesos stalinistas para señalar acertadamente lo contradictorio de la acción muchas veces de la izquierda, y en concreto la comunista, que parece y de hecho a veces es así cada vez se alienan más de los objetivos que dicen perseguir. También estoy de acuerdo en que la ideología es algo que se inculca desde fuera de forma «pasiva», tesis leninista clásica y que justifica la necesidad del Partido. Nuestra debilidad para la trasmisión de ideas es la fortaleza del sistema que constantemente se reproduce transmitiendo sus ideas, valores, concepciones del mundo, …, a través del estado y ese magma gelatinoso de la sociedad civil en las siociedades desarrolladas que juegan ese mismo papel.
    Sin embargo, yo no hablaría de uqe los últimos tiempos su carácterística central sea el apoliticismo, más bien hay un apoliticismo en la izquierda en general, entendiendolo como incapacidad para construir organizaciones, y de entrar en una fase de entropía sin límites, y ello es debido a la derrota sin paliativos que ha sufrido el movimiento obrero y la crisis consiguiente de todas sus formas de pensar y organizarse. Frente a ello se ha esarrollado un politicismo exacerbado por parte de la derecha y su modelo ideólogico neoliberal que ha impregnado a toda la socciedad y también a la propia izquierda.
    El debate sobre el sujeto revolucionario es de muy largo espectro indudablemente pero indudablemente el cuestionamiento del sujeto entre la izqueirda cuando se dá con mayor fruición es durante el mayo del 68 y posteriormente en los años setenta. Ahí están las teorizaciones de Castoriadis de que no había sujetos, o más bien que casi todos eran sujetos revolucionario de esa sociedad autónoma que él promovía como alternatica al capitalismo y al socialismo «real», incluso llegaba a decir que apenas un 5% de la socieda no era sujeto para construir esa sociedad de iguales y libre.
    Esa discusión que por supuesto tuvo muchas teorizaciones, unas más fecundas que otras, tuvo su plasmación práctica aquí en España recientemente cuando se empezaba a construir IU. En esas teorizaciones se formulaba que la clase obrera si bien era central para cualquier proyecto revolucionario, ya no era en exclusiva el sujeto, sino uno más y se proponían nuevas centralidades en torno a categorías sociales o de interéses que eran interclasistas, ahí la centralidad del feminismo, ecologismo, la juventud,…Y si observas al docuumentación de la época el discurso de Iu se traslada siempre a la ciudadanía en general y no especialemten a los trabajadores. Hoy hemos en cierta medida recuperado un discurso de clase, más amplio que el de clase obrera tradicional, tenemos un discurso propioal respecto sin descuidar que no solo la clase delimita la cosntrucción de poryecto alternatico al capitalismo.
    Yo no uniría, por cierto, la cuestión del sujeto revolucionario con el de las condiciones subjetivas para la «revolución». Es verdad que para que se den una condiciones subjetivas adecuadas es necesario ese sujero revolucionario en disposición de alternativa, pero son dos momentos diferentes a mi modo de ver. Para el tema de las condciones subjetivas es interesante la apreciaciones de Gramsci en las notas sobre Maquiavelo en lo que respecta a los estados más avanzados de Occidente, en contraposición con el caso ruso. Muy largo de discutir y no quiero seguir cansándote al respecto, ya lo hablaremos un día. El texto de trostki sobre estas condiciones objetivas y subjetivas es de 1938 y el de Gramsci es anterior. Pero hay una apreciación en la que no estoy de acuerdo y es cuando planteas que este texto aparece en un period de enroque nacionalista de Stalin y que las formaciones comunistas actuaban como barreras de contención del ímpetu revolucionario del movimiento obrero. Esto desde mi punto de vista no es cierto. La estrategia comunista de clase contra clase que se desarrolla desde los años veinte por la IC, no pretendía parar la revolución sino impulsarla y apoyaba cuanto movimineto revolucionario se produjera aunque se supiera quee ra un desastre. Si te lees los textos de principios de los veinte e incluso de los primeros treinta, no podemos decir que se intentara para a los trabajadores, se apoyaban hasta las insurrecciones periodicas que los anarquiestas hacía cada varios meses en algún pueblo y que conllevaban la destrucción de las organizaciones obreras en esos lugares y odos en las cárceles. Si se mantiene una posición defensiva de defender la URSS por parte de todos los comunistas, sobre todos después del fracaso de las revoluciones alemanas y hungara, que alejó la extensión de la revolución al inmediato mañana. En los años treinta el acceso de Hitler al poder en Alemania /(1933), anteriormente Musolini en Italia, y la represión en Polonia, …, abren una reflexión en la IC ante la insuficiencias de fuerzas para hacer frente al fascismo a elaborar las políticas de Frentes Populares (1935), que lejos de debilitar a los PP.CC. los fortalecieron y se erigieron en alternativas creíbles. Trostki se opuso tanto al la política del socialismo en un solo país, con su teoría de la revolución permanente, que era compartida anteriormente por Lenin y el partido bolchevique, pero después de el propio Lenin como gran táctico asumió. Tambiés eopuso Trostki a la política de Frentes Populares y lo consideraba una traición a la clase obrera al promover alianzas con burgueses cuandos e daba una situación revlucionaria. Esta política de FP que como digo es anterior al texto de Trostki no es el resultado de lad efensa del estadod el terror stalinista en sí, pues ese terror empieza en 1937 principalemente afectando atodo el mndo gente del partido y sin partido, para en 1938 pasar a una acción contra dirigentes comunistas regionales y provinciales, era una lucha para abortar cualquier oposición interna entre los dirigentes comunistas a su insoportable y por otro lado alavado poder personal.
    Me he pasado un poco pero espero que lo hablemos un día que tengamos tiempo.
    Un abrazo
    Eduardo

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