Hoy nos enfrentamos con una crisis de identidad que pone a prueba todo el sentido de una propuesta política con mucha historia pero también con muchas incertidumbres. Como dijera cierto aforista: todo es caos y desorden bajo los cielos, la situación es excelente. Si algo sabemos desde Freud, todo aquello que reprimimos de nuestra conciencia termina regresando en lo real (en forma de síntomas, sueños o lapsus). Y mucho de la historia política reciente de este país parece un retorno de lo reprimido de la izquierda. Permítasenos entonces analizar a continuación algunas guías e indicios de dónde conviene comenzar a trabajar para ajustar las cuentas con nuestros síntomas y afrontar, no tanto las soluciones, sino, antes de nada, los síntomas mismos.
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Llevamos toda nuestra historia (y la inmensa mayoría lleváis más que yo en esta historia) debatiéndonos entre lo social y lo electoral, porque no nos atrevemos a buscar la fórmula: una organización basada en la sociedad y no solo en lo electoral, superadora del partido de corte clásico. Hágase, o renúnciese a ello con, por lo menos, la valentía de aquellos que han sacado sus propias lecciones de nuestras incapacidades históricas.
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Hoy protestamos por la desactivación del conflicto social. Pero cuando el conflicto se ha producido, si bien hemos participado en todo ejemplarmente, no siempre hemos sabido poner todas las energías colectivas en analizarlo, impulsarlo y organizarlo. De modo que, decidámonos por fin a decir alto y claro que no creemos que sirvan para nada, o saquemos consecuencias de nuestro propio discurso y construyamos una organización dirigida a la reconstrucción y al impulso de aquella oleada de indignación de la cual las mareas (integradoras de lo social, lo político y lo sindical) constituyen el principal modelo. El método supone no tanto emular las «marcas» electorales unitarias, sino, cambiando la perspectiva, articular procesos reales de unidad popular desde abajo que tengan un reflejo en lo electoral.
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Algunos de los procesos recientes, que eran malos procesos de unidad popular, se han construido a desgana de la militancia: parecía que debía pasarse de puntillas sobre el debate y la reflexión internos, para aprobar cosas que «objetivamente» se suponía que iban por el buen camino. El problema es que con ello, la militancia no se ha sentido en un espacio más democrático y participativo, valores que constituyen una seña de identidad en la tradición de Izquierda Unida y que deben profundizarse, no sacrificarse en vistas de un bien mayor (por grande que este nos parezca a corto plazo, según el pésimo eslogan de «ahora o nunca» o «el momento es ahora»). La clave de todo esto, nuevamente: no hay unidad popular sin poder popular.
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Por tanto, una estructura sectorial que rompa con el modelo carrillista basado en la agrupación territorial dispuesta para la contienda electoral, e incorpore lo mejor de la tradición comunista (estructuras de base operativas, con capacidad para un trabajo militante permanente de alta intensidad) y sindical (enraizamiento en los sectores profesionales y en los centros de producción, en los campos concretos de la lucha de clases). Que renueve también estas tradiciones, con la incorporación de la tradición asamblearia, consejista, democrática desde la base y abierta a la participación masiva de la gente corriente, porque la contradicción social está atravesada también por la contradicción entre democracia y capitalismo. O eso, o decidámonos de una vez y busquemos un respetable hueco en el apasionante mundo del empapelamiento de fachadas y/o de interiores (pues para ser pegacarteles, igual nos da una valla electoral que encolar papel pintado).
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Una organización que nade sin guardar la ropa: la construcción de esta organización, este replanteamiento de IU que la trascienda en un movimiento social y político, pasa por definir el papel del PCE: lo bueno para un movimiento social y político, ¿es también lo bueno para el partido? Mi postura es que sí. Si algo hay que plantear en voz alta, porque no deja de ser rumiado una y otra vez por la militancia, es el sentido y la importancia del PCE en el siglo XXI (no para suprimirlo, sino para hacerlo vanguardia de las transformaciones que queremos impulsar). El PCE debiera ser el partido que empuja y avanza en la propuesta de transformación social, articulando propuestas alternativas para el país, otro modelo social y económico, dando la batalla ideológica, encabezando la lucha en el mundo de la cultura y en el ámbito académico (terrenos donde hay que dar mucho el callo para dejar de lado la imagen apolillada, anclada en muy obsoletas concepciones, donde conviene ubicarnos). Lo que desde luego no puede ser el PCE: el refugio partidista de las viejas certezas. Y mucho menos, lo que el carrillismo dejó en herencia: un partido de corte clásico, partido electoral, modelo actualmente muy contradictorio (impulsado en la forma postmoderna del partido sin militantes basado en los medios de comunicación, y generador de profundas ambivalencias amor-odio entre la gente corriente por ese mismo motivo). Aunque claro, siempre se puede objetar que esto es lo que otros hacen y les está saliendo muy bien. Y copiar modelos de otra gente siempre ha dado estupendos resultados, faltaría más.
Este cúmulo de contradicciones es sólo evidente, como tantas otras cuestiones que la militancia conoce perfectamente. Es tan evidente que hasta un niño lo entendería. Aunque, como dijera Groucho en «Sopa de Ganso», deberían traernos a un niño para que nos lo explique, porque debe ser complicadísimo.
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