Por fin la crisis de la izquierda ha estallado. Que se me conceda algo de crédito y se me permita comenzar por esta declaración un tanto polémica. Si es cierto que todo “partido” en el sentido amplio en que lo entendía Gramsci (un “partido” que puede ser una organización política o un club jacobino hasta un periódico burgués) se basa en una composición de clase, resulta inevitable que la dramática transformación de las condiciones materiales de vida en la sociedad española tenga su reflejo en las organizaciones que han representado a una clase o a un conjunto de clases.
De esto saben los partidos socialistas en toda Europa, e incluso los partidos de derechas. Estos al menos deben dar cierto reconocimiento, en forma de radicalismo verbal o de propuestas democratizadoras envenenadas, a las demandas sociales de democratización de la vida política. Se atribuye a Marx aquello de que la ideología dominante es la ideología de las clases dominantes, pero se olvida a menudo, por parte de ciertos lectores de Marx, que toda ideología dominante incluye necesariamente una representación de las clases dominadas en la que éstas se reconozcan y gracias a la cual el bloque social en el poder político pueda asegurarse su hegemonía en la sociedad. El discurso regeneracionista de derechas que ignora la reforma económica y de hecho ahonda en la contrarreforma laboral y social, es un ejemplo de ello. La propuesta de reformas electorales de la derecha, que reconocen la crisis de representación pero dan una respuesta aún más autoritaria y sin embargo, precisamente por reconocer dicha crisis, son un peligro porque pueden ser compradas por la izquierda titubeante. Pues en una lógica de democracia representativa y delegacionista, la “elección directa de alcaldes” puede parecer una buena idea, si se obvian planteamientos de contrapeso y control democrático que hasta ahora garantizaba el pluralismo político y la necesidad de pactos. Pero bien reconoce la sociedad, también, que sin estructuras democráticas ni control ciudadano los pactos políticos se reducen a negociación de cuotas de poder, pero está en nuestras manos contestar que no es alternativa la vía opuesta, la dictadura unipersonal de los alcaldes y su control por las opacas diputaciones provinciales.
Pero la crisis de la izquierda puede ser bienvenida, porque la transformación social que está moviendo el suelo a los pies de los partidos es en realidad un terremoto que está rompiendo los grandes consensos de un sistema bipartidista fundamentado en un pacto social neoliberal, donde los servicios públicos se basaban en el crecimiento capitalista irracional gracias a burbujas financieras, y el bienestar económico de los hogares se fundaba en el crédito barato y en el empleo intensivo y poco cualificado.
Esta crisis significa que la izquierda se ha de transformar, y si asumimos que la transformación del clima social y político que está teniendo lugar ha obligado a los medios y a los partidos del sistema a comprar elementos del discurso de los de abajo, entonces cabe cierta esperanza. En la última crisis, la crisis de los años 70, sucedió exactamente lo contrario y la nueva socialdemocracia giró a la derecha para aceptar la salida neoliberal en condiciones de un relativo pacto social. Que la regeneración política y la crisis democrática esté en boca de los más cínicos representantes de la derecha, augura ciertamente que posibilidades de cambio social pueden ser aprovechadas para la izquierda. Pero en otros momentos históricos sucedió lo mismo, y derivas sectarias en las izquierdas favorecieron todo lo contrario, la integración de elementos populares y revolucionarios en discursos y fuerzas populistas de derechas, que dieron a luz el fascismo como movimiento de masas verbalmente radical pero al servicio de intereses económicos de las grandes empresas nacionales y de las viejas clases dominantes.
Hay cada vez más amplio margen para que una izquierda radical se convierta en fuerza de gobierno, y para que se determine una nueva hegemonía política de las ideas de izquierda en torno a valores de democracia que más pronto que tarde deberán ir más allá de la mera regeneración política de lo mismo, hacia la deliberación democrática en materia social, cultural y hasta traspasar las sacrosantas puertas de la democracia en política económica y en la gestión de la empresa privada.
Nada de esto puede hacerlo una fuerza política en solitario. Para impulsar a esa izquierda radical, son necesarios procesos de unidad en lo concreto, sobre el terreno de las luchas, y procesos de unidad popular que vayan más allá de lo electoral, que alcancen el terreno al que no puede llegar el poder político, el terreno de la sociedad civil plagada, como diría Gramsci, de trincheras, fosos y fortalezas. Las sociedades no se cambian sólo desde la vieja estructura partidista, sino a partir de la articulación de los aparatos, relativamente autónomos, para conformar una fuerza de ruptura en lo social y en lo político. Y para ello, necesitamos legitimar la autonomía de esos sujetos que van a ser los verdaderos agentes del cambio social y la verdadera base de toda revolución política: necesitamos autonomía sindical, autonomía de los movimientos sociales, desestatalización y desburocratización de la escuela y de la magistratura, por mencionar sólo algunos campos por los que conviene empezar.
Y como decíamos arriba, todo “partido” es permeable a los cambios operados en su base social. Un movimiento político para esa base social necesita representar en su seno la pluralidad de todos estos sujetos sociales. Por eso es tan necesario el pluralismo de la izquierda. Por eso no puede existir hoy día una alternativa política monolítica, si no es al precio de configurarse, como los partidos del sistema, en una formación atrápalo-todo, centrista y condicionada por los medios de comunicación como creadores de opinión –es la forma predominante del partido político en la España de la Transición, que condicionó una forma de hacer política-escaparate desde el aparato, alrededor de los consensos mediáticos y desligada de la calle, y que llegó también a la izquierda, véase la etapa Llamazares en Izquierda Unida de cuyas consecuencias aún no nos hemos repuesto.
Un movimiento social y político en la izquierda, con un carácter amplio, necesita ser plural y diverso, y debe alimentarse de todas las identidades y mitos (en el sentido sorelliano) que alientan en la calle, en los barrios y en los pueblos, los ideales utópicos que dormitan sin la palanca de la organización política y que los medios de comunicación derechistas o “radicales” creen ya muertos. Escribe Slavoj Žižek en su libro sobre Deleuze:
Durante el rodaje en las afueras de Madrid de la película de David Lean Doctor Zhivago, una multitud de figurantes españoles tuvo que cantar la ‘Internacional’ en una escena en que aparecía una manifestación masiva. El equipo de rodaje quedó asombrado al descubrir que todos conocían la canción y que la cantaban con tanto entusiasmo que dio lugar a la intervención de la policía franquista, que pensaba encontrarse frente a una manifestación política real. Y, lo que es más, cuando ya había anochecido (la escena tenía que desarrollarse en la oscuridad), la gente que vivía en las casas de los alrededores oyó los ecos de la canción, empezó a abrir botellas y a bailar en la calle, suponiendo equivocadamente que Franco había muerto y que los socialistas habían tomado el poder.
Los mitos nos recuerdan que la historia no es lineal, sino que se construye a partir de estratos donde lo viejo es absorbido en lo nuevo para emerger de nuevo en momentos inesperados. Georges Sorel definía el mito como “una organización de imágenes capaces de evocar instintivamente todos los sentimientos”. Y precisaba que “los mitos no son descripciones de cosas, sino expresiones de voluntad, un conjunto de imágenes capaces de evocar en bloque y a través de la intuición, sin ningún análisis reflexivo”. Para nosotros, en la España del siglo XXI, mitos son aquellos iconos ideológicos o históricos que han conmovido a los sujetos a lo largo de la historia, y que han alimentado siglos de resistencias sociales y políticas. El republicanismo, el anarquismo, el comunismo, el Frente Popular, la resistencia antifranquista, el movimiento feminista, la autonomía política de la clase obrera, la socialdemocracia que debía ser reformista en sentido fuerte y no lo fue, la ruptura democrática, el ecologismo que sigue defendiendo nuestros recursos naturales y el medio ambiente contra el urbanismo o las nucleares o las prospecciones de hidrocarburos, el movimiento LGTB, el cristianismo obrero, el antiimperialismo (no a la OTAN, no a Maastricht), el sindicalismo de clase que costó sangre y vidas emancipar, la huelga general, la huelga social. Y más lejos aún, mitológicas son para muchos de nosotros las resistencias históricas de los jornaleros sin tierra contra la acumulación capitalista en el campo, las históricas resistencias al centralismo político por parte de las nacionalidades subalternas, o las revueltas contra el Estado absolutista (el alzamiento de las Comunidades castellanas)…
Todas estas mitologías son necesarias y legítimas para un movimiento plural que no ponga a pelear entre sí proyectos particulares, sino que sepa aprovechar el impulso que cada perspectiva particular ofrece a la hora de transformar la realidad que nos rodea. Por eso el movimiento político que necesitamos sería algo así como un sincretismo mitológico o un politeísmo político, un paganismo neoclásico o en el más extremo de los casos un ateísmo negociable.
Me horroriza en este sentido la crítica al anuncio que esta semana hizo el PCE de su disposición a candidaturas unitarias de la izquierda, y su apelación a construir un Frente Popular. Un mito como el Frente Popular, cargado de simbolismo, no debiera merecer críticas sectarias (del tipo “el frente amplio es más que el frente popular”) por cuanto que activa identidades y aglutina una buena parte del sujeto social que ha de conformar dicho espacio de confluencia.
El movimiento político y social debe saber aglutinar los mitos de las múltiples particularidades que componen la sociedad, para sumar una nueva mayoría social. El movimiento se convierte entonces en una mezcla de razón y pasión, de proyecto de cambio y de fidelidad a los acontecimientos y a los valores que han compuesto nuestras identidades políticas. Como el centauro maquiaveliano o como el partido gramsciano, el movimiento compone una unidad contradictoria para constituirse en referente y en herramienta de un pueblo que hoy está dividido y derrotado, pero que tiene en sus tradiciones y en sus identidades la base ideológica para liberarse de los opresores y alzarse por su propia emancipación.