“Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte” (Spinoza)
La historia del comunismo, esa historia que trasciende el siglo XX hacia todas las organizaciones emancipadoras de lo colectivo, hasta Espartaco y más allá, es fundamentalmente la historia de un modo de amar. Por esa razón, no es extraño que muchos hayan confundido el comunismo (honrada o interesadamente) con el cristianismo, que en numerosos puntos críticos es su opuesto. Porque si el cristianismo pretende restaurar el sentido trascendente del mundo, el comunismo busca la racionalización inmanente a través de la historia, por tanto en el mundo y en el tiempo. Si el cristianismo es la búsqueda de ese sentido como la Verdad, el comunismo se sitúa en el proceso de acercamiento a una verdad que se entiende como crítica, por tanto como subversiva de todo sentido preestablecido (que usualmente sirve a los intereses de una minoría). Si el cristianismo aspira a encontrar esa verdad en el amor temeroso a un Dios personal, el comunismo experimenta dicha verdad como una construcción impersonal y colectiva (al modo en que se concibe la verdad científica, por ejemplo).
El comunismo es la historia de una experiencia con la colectividad. Su proyecto converge con el proyecto freudiano de un análisis que no sea una psicología, y que en última instancia se fundamenta en la convicción de que el sujeto encuentra la causa de su ser en algo que le desborda, que se encuentra fuera del alcance de un Ego (Yo) conclusivo, idéntico a sí mismo, etc. En otras palabras, la gran apuesta política del psicoanálisis fue la apuesta comunista de combatir al narcisismo, al amor propio, y desnudar al yo mismo como un efecto de causas externas.
Y finalmente, el comunismo es, ante todo, una experiencia con la muerte y con la no-muerte. Quizás uno deja de ser comunista cuando abandona la posibilidad de anteponer la idea a su vida misma (que es lo que subyace en el fondo a la austeridad comunista). Quizás a la inversa, cuando reconocemos que el círculo de las personas que nos importan se extiende más allá de aquellos que nos son próximos sólo por accidente, cuando reconocemos que aquel por el cual vivimos es en definitiva cualquiera, y que vivir por cualquiera y existir por cualquiera no es sino ser universal y por consiguiente racional… quizás entonces asumimos que la razón misma nos impone ser comunistas.
Pero he aquí la trampa del comunista: morir por la racionalidad que nos hace humanos, juntos en una experiencia del común, no es morir en absoluto. Platón en su República exponía una teoría demencial, pero brillante: si existiera en el mundo un ejército de amantes, en el cual el emparejamiento no se concibiera y los individuos se poseyeran de manera comunitaria, dicho ejército sería invencible. Los héroes míticos griegos habrían dado ejemplo de cómo la defensa del amado o su venganza otorgan al guerrero un furor imparable… y cuánto más invencible sería un ejército donde dicho furor se desatara ante el peligro o la muerte de uno solo de sus componentes.
Lo que Platón imaginaba a partir del mito homérico, podemos nosotros imaginarlo a partir de una imagen cultural contemporánea: el muerto viviente. En efecto, todos los relatos de zombis comparten una idea central con la fantasía platónica: la “enfermedad” de la inmortalidad (del furor inquebrantable más allá del riesgo y de la muerte) se transmite por medio del amor, puesto que, como bien sabemos desde Freud, devorar y hacerse devorar son vías alternativas para la realización de una pulsión, evidentemente sexual. Y eso mismo, la unión solidaria e inquebrantable de los muertos-no-muertos, los convierte en un ejército imparable. Esa fuerza colectiva es la fuerza del comunismo. Y si algo caracteriza al comunista auténtico es precisamente la convicción de que la crítica y la emancipación frente a la realidad existente salen fortalecidas contra todos los reveses de la historia. El verdadero comunista no deja de serlo cuando la revolución es traicionada, cuando los hombres no dan la talla en la lucha, cuando los compañeros caen. Y precisamente por ello su imagen es tan terrible: pues, como el muerto viviente, exige que por nuestro bienestar y nuestra felicidad renunciemos al pequeño tesoro de nuestro Yo maravilloso, juguetón y narcisista. Sin embargo, si después de todo podemos aprender algo de las películas de zombis, es que la única manera de salvaguardar la individualidad pasa por la aniquilación de la colectividad, el miedo de los infectados, la desconfianza respecto a los compañeros casuales de ruta (que también tienen sus propios intereses egoístas), y el pensamiento constante de la muerte. Un zombi, sin embargo, jamás piensa en la muerte.
Una reflexión final. Si el zombi es el ser libre de muerte (pero no en la inmortalidad personal que promete la cultura narcisista bajo el capitalismo), ¿por qué es al mismo tiempo una figura terrorífica? La respuesta no es obvia. Al aspecto terrible del muerto-no muerto subyace otra forma de horror más profunda, el miedo a la irrepresentable multiplicidad (la “multitud” espinozista) en su eternidad colectiva, que es un temor fascinado, experiencia análoga a la de aquello que Kant llamaba lo sublime. Y, precisamente, eso es lo que el comunismo tiene en común con las masas y las colectividades inabarcables. Lo que la masa es en el espacio, lo es el comunismo en el tiempo: una figura apenas imaginable, borrosa, una representación de lo irrepresentable, de una magnitud sin límites. Esa representación de lo irrepresentable es el nombre “Espartaco” en la famosa escena de la película (“yo soy Espartaco”), es la masa enfurecida de muertos vivientes en el subgénero de zombis, o es, también, el nombre comunismo.
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