Si eres comunista, ¿por qué tienes un iPad? El argumento anticomunista de barra de bar por excelencia, residuo de la tradición ética judeocristiana, denota un simple error categorial: el socialismo no es una ética individual que predique el reparto de los bienes entre los pobres (cosa que los cristianos raramente hacen), sino una política que propone el control democrático y popular de los medios de producción. Éste debe asegurar el reparto de los productos de acuerdo con el trabajo individual, así como la redistribución igualitarista de la riqueza por medio de las instituciones, que proveerán ayudas directas e indirectas (salario indirecto en forma de servicios públicos) a los incapacitados para el trabajo, a los estudiantes, etc. En este sentido, el socialismo no es un cristianismo, y el socialista no tiene que hacer voto de pobreza.
Ahora bien, las cosas son mucho más complicadas, y aquí nos encontramos con un problema doble:
1- Por un lado, la posición económica individual sí que importa. Pero lo importante no es la riqueza en términos cuantitativos, sino la posición del individuo en la esfera económica de la sociedad. ¿Estamos ante un diputado que proviene de la clase obrera? ¿Estamos ante un representante que era registrador de la propiedad? ¿Estamos ante un joven militante de base que se avergonzaría en reconocer que ese iPad es un regalo de navidad de sus padres, con los que aún vive? Estas cuestiones, aun a riesgo de parecer un “esencialista de clase”, me parecen más importantes que la simple riqueza personal. Es decir, no me interesa cuánto tengas, y a lo mejor no me interesa cuánto dones a ONGs (Bill Gates lo hace), sino cómo lo has ganado. Porque eso me servirá para saber si eres de mi clase y entiendes mis problemas, o eres un snob arrogante. El asunto debe enfocarse desde este punto de vista, porque la riqueza personal de los que se hallan bien posicionados sobre el resto es, muchas veces, imposible de cuantificar y de medir para el ciudadano medio. Los ricos no se mezclan con la gente corriente, y, si lo hacen, no sabríamos distinguirlos a menos que nos enseñaran las cuentas (reales) de sus empresas o se disfrazaran vestidos con chistera y fumando enormes puros. Los inmensamente ricos pueden parecer gente normal, y en todo caso son siempre una minoría lejana cuya riqueza se mide en cifras que pierden su sentido real y tangible (el dinero a grandes cantidades deja de ser dinero para convertirse en poder). Pero el socialista que vive con un salario modesto de dos mil euros que gana con su trabajo de técnico o de funcionario, y que se mezcla con la gente corriente, sí puede parecer un privilegiado y un hipócrita al desheredado que malvive con cuatrocientos. Y no faltarán voceros populistas que alimenten este odio, pretendiendo que los depauperados por el sistema capitalista pierdan de vista cuáles son sus verdaderos adversarios de clase. Al final, este populismo sólo sirve para separar a la clase trabajadora más explotada de sus aliados imprescindibles: técnicos y profesionales asalariados, científicos, intelectuales, profesores, funcionarios… Estos segmentos que a menudo son denigrados como trabajadores “privilegiados”, pueden desarrollar una conciencia socialista o pueden negociar su participación en un cambio social en un sentido democrático y republicano. En especial en estos momentos en que son agredidos por la derecha y por las políticas de derechas.
2- El segundo problema, mucho más espinoso, tiene que ver con la ostentación y el boato en el curso de la vida pública, política, de un partido o de una organización. Dos sub-problemas derivados veo aquí:
- El primero, en qué se gasta el dinero de los partidos políticos. Sobre este punto, ha tenido cierta resonancia en las redes sociales una declaración (populista, como argumentaré más adelante) de Beatriz Talegón, secretaria general de la Unión Internacional de Juventudes Socialistas, en que afeaba a la Internacional Socialista que celebrase sus reuniones en hoteles de cinco estrellas. Está claro que moverse en determinados ambientes marca a la gente y puede corromperla. Es el peligro que corre el político de un pequeño partido de izquierdas que de repente empieza a ser tratado de usted por conserjes con frac. En este punto, los militantes harían bien en apoyar a candidatos y a cargos orgánicos que sepan vivir como monjes. Porque la política colectiva es difícil de separar de la ética individual, en especial cuando la democracia representativa copa la toma de decisiones, a falta de instrumentos más participativos.
- El segundo sub-problema tiene que ver otra vez con la procedencia de los ingresos personales. Decíamos arriba que la riqueza privada no importaba tanto como la fuente o procedencia del ingreso. Y aquí, el hecho de cobrar por hacer política se convierte en un asunto espinoso. Como Marx, yo pienso que la actividad política no puede estar retribuida por encima del salario medio de un trabajador cualificado. ¿Por qué? Pues porque los políticos tienen la tendencia a caer en lo que llamaría la “trampa de la ideología meritocrática”. En realidad, la gente que asciende en los partidos no lo hace sólo por sus propios méritos. Ahora bien, la trampa de la ideología meritocrática consiste en que la gente que ocupa un puesto de prestigio (o bien remunerado) considera automáticamente que ocupa dicha posición por sus méritos propios, y no porque le ha apoyado una estructura o un grupo. Y por consiguiente, tiene la tendencia, conforme se aísla en su cargo, a creer que sus méritos deben recibir una remuneración acorde y creciente. Esta es una creencia que no puede tener ninguna cabida en la política. Y por esta razón, los ingresos que percibe un político, como compensación por el desempeño de su actividad en detrimento de su puesto de trabajo, no deben hallarse en relación con ningún tipo de mérito o prestigio, sino que, en el caso de que hablemos de un desempeño de la actividad política a tiempo completo, deben limitarse razonablemente y no exceder el salario medio de un trabajador cualificado. Naturalmente, habrá políticos que consideren eso insuficiente porque están habituados a otro tren de vida (incluso con los sueldos actuales, parece que nuestro Presidente del gobierno ha recibido sobresueldos ilegales de su partido). Entonces, que se dediquen a su actividad privada, y dejen la política a ciudadanos más modestos que, por su posición, seguramente tendrán más empatía con las preocupaciones de la gente normal.
La representación política está compensada económicamente para que a la política no se dediquen sólo los ricos. Pero en ciertos casos, se halla quizás sobrecompensada. En términos absolutos, pero también relativos: cuando el pueblo lo pasa mal, sus representantes tienen que sufrir con ellos para no encerrarse en una burbuja. Y se halla sobrecompensada, porque los políticos snobs están acostumbrados a cierto modo de vida. Y con todo, les parece poco y se asignan sobresueldos ilegales de sus partidos. En otras palabras: la política está compensada económicamente para que los pobres vivan, y está sobrecompensada para que los ricos sigan viviendo bien.
Pero todo este tema es secundario sobre el hecho sencillo de que queremos políticos que sepan cumplir con su función, y que se encuentren comprometidos con la mayoría social que no está en los equipos directivos de las grandes empresas, sino que está cobrando salarios de miseria, o está subempleada, o contratada en precario, o que se busca la vida arreglando cañerías y cobrando en negro. El debate sobre los políticos (que hace falta) muchas veces sólo sirve para encubrir los debates sobre la política. Y en realidad, toda la polémica actual sobre los políticos sólo sirve para que planteemos alternativas dentro del sistema, cuando podría ser necesario hablar de alternativas políticas que toquen la raíz del sistema.
Marx dedicó algunas páginas a hablar sobre la representación política, pero dentro de un programa general de cambio social. Y aquí está la diferencia entre el populismo y la política de izquierdas: podemos debatir sobre el problema de la representación política para levantar una cortina de humo sobre los problemas reales, o podemos pensarla como parte de una estrategia general que supone un cambio real de sistema. Eso es lo que no quisieron ver los regerenacionistas del siglo XIX, ni quieren ver nuestros actuales populistas en el centro político, en la extrema derecha o en el mero oportunismo. Tenemos que combatir la corrupción, pero este debate no sirve de nada si no forma parte de una estrategia para cambiar un sistema que estructuralmente está corrompido. La corrupción política existe, porque la propia economía capitalista funciona mucho mejor gracias a la corrupción. Los sobres con dinero negro que han recibido los dirigentes del PP o que han financiado a la organización de la que surgió UPyD, son producto de donaciones de empresarios que a su vez eluden pagar impuestos y pagan también en negro a sus propios empleados, como parece que hacía el vicepresidente de la patronal española.
El debate sobre la corrupción tiene sentido, por tanto, si queremos para los políticos lo mismo que para los medios de producción: control democrático. Y ese control democrático de la economía, sólo puede hacerse con políticas de izquierda que devuelvan el poder al pueblo y a los trabajadores. Todo lo que no sea plantear la cuestión en estos términos, supone empezar la casa por el tejado. Cuando, en buen marxista, la batalla principal se juega en los cimientos, en la infraestructura económica.
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