No se podría entender la política moderna sin la centralidad del concepto de «nación». Desde las revoluciones americana y francesa, la nación ha jugado un papel en manos de movimientos democráticos y antidemocráticos, imperialistas y anticoloniales. Hasta tal punto es así, que incluso movimientos de tipo nacionalista son susceptibles (como en nuestro país) de suscitar adhesiones simultáneas desde ciertos ámbitos de la izquierda y de la derecha. «Rojipardos» que reivindican la nación española para un proyecto revolucionario, sosteniendo las mismas tesis de la derecha de toda la vida; republicanos catalanes que marchan de la mano de los herederos de CiU… Históricamente, los nacionalismos han creado extraños compañeros de cama, y por eso han sido contemplados siempre desde la izquierda con una sana sospecha, pues desplazan la atención sobre una mítica comunidad de intereses en lugar de apuntar a las contradicciones de clase que la atraviesan. Toda relación con la nación y el nacionalismo es incómoda para la izquierda, pero tal vez en este preciso momento, cuando el oleaje nacionalista se toma una relativa pausa, sea necesaria una reflexión serena y matizada sobre este problema. En lo que sigue, aporto una pequeña contribución a esta reflexión, nacida del debate que en este mes hemos estado trabajando desde el colectivo Aula’17 en Sevilla. Como siempre, abro mi contribución al diálogo amistoso y respetuoso. Yo mismo, cuando abordo este tipo de temas, tengo siempre el temor de emplear las ideas de forma que resulte ofensiva, pues demasiado a menudo asociamos el debate como un acto violento contra nuestras convicciones o identidades más profundas. Pero si me decido a escribir sobre el tema es porque, detrás de todas estas precauciones, lo que se oculta es una enorme incomodidad en el ámbito de la izquierda. Esta incomodidad toma la forma de un bloqueo intelectual y teórico a la hora de pensar los retos políticos del presente.
1. Definiciones contemporáneas: nación política y nación cultural
¿Qué significa una nación? El primer concepto de nación era el concepto de nación política, que nace con las revoluciones americana y francesa. La nación sería el conjunto de personas que residen en un territorio (ciudadanos), y de la soberanía de la nación emana el poder político (Estado).
Este concepto de nación tiene un sentido revolucionario-democrático, y aparece en la Revolución Francesa para acentuar la idea de interés común de la nación frente a los privilegios de las clases dominantes durante el Antiguo Régimen. Tiene asimismo un carácter individualista y burgués, pues los derechos de la nación se derivan de los derechos de los individuos que la integran (URIARTE, 69). Así lo explica Eric Hobsbawm:
El significado primario de «nación», el significado que con mayor frecuencia se aireaba en la literatura, era político. Equiparaba «el pueblo» y el estado al modo de las revoluciones norteamericana y francesa (…). La «nación» considerada así era el conjunto de ciudadanos cuya soberanía colectiva los constituía en un estado que era su expresión política. (HOBSBAWM: 27)
Por tanto, entenderíamos por nación política el conjunto de los ciudadanos que residen en un territorio, encuentran su expresión política en un Estado nacional, y detentan su soberanía dentro de las fronteras de dicho Estado.
Mientras el concepto de nación política no atiende a las características étnicas o lingüísticas (HOBSBAWM: 28), la concepción de nación cultural nace en el siglo XIX, particularmente en Alemania, identificando la nación como una entidad que trasciende a los individuos. El Estado se delimita a partir de criterios lingüísticos y culturales. El corazón de esta nación a la que se supeditará el Estado será el Volksgeist, el «espíritu del pueblo», que en determinadas concepciones toma un carácter étnico. Este elemento cultural, no necesariamente étnico, se encuentra incorporado incluso en la definición clásica de Stalin, cuando afirma que:
Nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura (STALIN)
Pero no debe chocarnos encontrar en Stalin un concepto de nación «conservador» y romántico, frente a la nación política de la tradición ilustrada. En la actualidad, estos dos conceptos (cultural y político) siguen vigentes a la hora de entender la cuestión nacional, y cada uno de ellos permite un enfoque a la hora de establecer la legitimidad de las formas políticas (URIARTE, 69-70). Por ello, en este punto (aunque no en otros, como veremos) es preciso dar la razón a las teorías del populismo para las que que «sin pertenencia no hay emancipación» (RAMAS: 690) y para las cuales se debe reivindicar esa categoría de «patria» cuya importancia no supo ver la Ilustración liberal.
En este sentido, constituiría un anacronismo retomar tal cual el concepto de nación política en reivindicación del legado ilustrado, sin tener en cuenta el peso de las tradiciones culturales y del aspecto lingüístico. Mientras que la nación política extraía su fuerza práctica de un proceso revolucionario contra el absolutismo y contra los privilegios, en el marco de la moderna sociedad capitalista estos ideales rupturistas se encuentran banalizados. De ahí el célebre pasaje de El capital donde Marx afirma que la esfera del intercambio de mercancías es «un verdadero Edén de los derechos humanos innatos» (MARX, 214). En el mercado encontramos la libertad del obrero para vender su fuerza de trabajo y del capitalista para adquirirla. Encontramos la igualdad del intercambio de mercancías por su valor de mercado. Y encontramos la garantía del derecho a la propiedad (sea sobre el capital o sobre la peculiar mercancía que constituye la fuerza de trabajo). Por ello, la crítica de Marx a la economía burguesa es una crítica de los supuestos liberales que identifican los derechos del ciudadano (de los que emana el derecho positivo del Estado-nación en las democracias liberales) con los derechos del burgués.
2. Los obreros, ¿tienen patria?
Es por esta identificación entre nación-Estado-capitalismo por la que Marx afirma, en una famosa sentencia del Manifiesto, que «los obreros no tienen patria» (MARX y ENGELS: 40). Todo lo que se mueve en nuestro país a la izquierda del Partido Socialista ha tomado a rajatabla este lema para identificarse, muy apropiadamente, con lo que el franquismo denominaba la «antiespaña». De este modo, al renunciar a la idea de patria, habrían «cedido los símbolos» a la derecha, como denuncian ciertas corrientes actuales populistas y vinculadas al errejonismo.
Pero esta denuncia es escandalosamente falsa. ¿Cedió el PCE los símbolos a la derecha, cuando en 1977 reconoció la monarquía, la unidad de la nación y la bandera bicolor? ¿Acaso este giro, que pretendía asegurar la legalización del Partido, le permitió una posición hegemónica entre la clase obrera? ¿Consiguió esta hegemonía Pablo Iglesias leyendo los artículos más sociales de la Constitución en debates televisivos y en mítines durante la campaña de las generales de 2019? La reivindicación de la «patria» en el discurso de Errejón, ¿permitió mantener la alcaldía de Carmena en Madrid o evitar la victoria de las tres derechas en la Comunidad? De todas estas experiencias no sólo se infiere que las izquierdas en España no han renunciado al concepto de nación ni han cedido siempre los símbolos de la nación española (y los ejemplos que damos son de muy segunda categoría, en comparación con los discursos de José Díaz o Pasionaria), sino también que, cuando han asumido dichos símbolos y «significantes», ello no se ha demostrado como condición suficiente para alcanzar posiciones sociales y políticas hegemónicas.
Pero Marx no se refería al famoso «relato», cuando a continuación de aquel célebre lema añadía:
Mas, por cuanto el proletariado debe en primer lugar conquistar el Poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués (MARX y ENGELS: 40).
Aquí no se trata por consiguiente de una aceptación de los elementos simbólicos de la patria. La clase obrera, aunque sea depositaria de los mismos derechos universales que el burgués, es ciudadana de segunda en dicho Estado. Nuestra clase no carece de patria, sino que es conducida a una nacionalidad de segunda categoría; no puede disfrutar de los beneficios de la nación en la medida en que sus derechos se limiten y reduzcan a un formalismo jurídico (como el derecho a la vivienda, a la educación o a la sanidad tal como son recogidos, sin garantías, en nuestra Constitución del 78). Constituirse en clase nacional significa dotar de realidad dichos derechos, y esto implica no un rechazo de la nación, sino la construcción de una nueva institucionalidad. Como afirma Lefebvre:
La clase avanzada, progresiva, no debe ni dejarse impresionar por el nacionalismo burgués y ligarse por un juramento de fidelidad con la concepción capitalista de la patria y con las instituciones que la representan, ni apartarse de la nacionalidad. Debe conquistar, constituirse en nación, renovando profundamente la nacionalidad. (LEFEBVRE: 40)
Dijimos que el concepto de nación política surgió de un impulso rupturista contra los privilegios del Antiguo Régimen. Es este mismo espíritu contra los privilegios el que se encuentra en el origen del movimiento obrero, sólo que ahora contra los límites estrechos en que el liberalismo quería limitar al pueblo soberano. Para que la nación no reproduzca las estructuras de privilegio, es necesario por tanto trascender los límites de la ciudadanía liberal. Los partidos socialistas de masas, los sindicatos, la socialdemocracia y el movimiento comunista fueron, durante los siglos XIX y XX, algunas de las piezas por medio de las cuales la clase trabajadora dio forma, alrededor de todo el mundo, con éxitos y fracasos, a esta nueva institucionalidad. En el curso de este movimiento, los Estados-nación se han transformado. Y a la vista de esta enorme transformación, ¿acaso podemos seguir afirmando que la clase obrera no es ya una clase nacional? ¿Podemos seguir afirmando que la clase obrera no se reconoce en la nación, cuando verdaderos apátridas, que huyen de Estados fallidos o en conflicto, se juegan la vida tratando de cruzar el Mediterráneo para poder residir y trabajar en España o en Italia? ¿Cabe seguir afirmando que los obreros no tienen patria, cuando la financiación del sistema público de pensiones es una línea roja fundamental para nuestra clase? ¿O cuando de la defensa de la sanidad y de la educación pública dependen la salud y el bienestar de millones de españoles? Esto no significa que sea revolucionario defender ese limitado «Estado del bienestar», que no se ha recuperado aún de los recortes de la crisis. Significa que es condición necesaria, de cara a que un pueblo sea revolucionario, la identidad de la nacionalidad con unos valores de bienestar y felicidad. Y la idea de que, para asegurar estos valores, se deben renovar profundamente las instituciones del Estado y trascender los estrechos márgenes de una ciudadanía comprendida por las clases dominantes, desde el siglo XVIII, como mero formalismo abstracto. Y que en la forma actual del neoliberalismo, acompañada de la sumisión de las élites políticas tradicionales a intereses económicos de las transnacionales o a intereses políticos de potencias imperialistas, constituyen los valores auténticamente antinacionales de la derecha y la extrema derecha en España.
3. Nación y naciones en el ciclo político post-crisis
Dijimos que los conceptos de nación política y nación cultural son complementarios y no antagónicos, así como fuente de legitimidad política. A partir de la distinción entre nación política y nación cultural, caben diversas opciones a la hora de articular las relaciones entre Estado y nación (LINZ: 257-261), de las que podemos destacar:
- Cuando la nación política y la nación cultural coinciden, en el caso de estados sin conflictos nacionalistas (Portugal, Alemania, Austria o Uruguay), o que tienen minorías que representan una parte mínima de la población (Noruega, Suecia, Argentina o Chile). Es también el caso de estados históricos que se constituyeron antes del siglo XIX y han integrado a sus minorías, las cuales no plantean problemas de nacionalismo secesionista (Finlandia, Nueva Zelanda, Australia, Francia, Finlandia, Italia, Dinamarca).
- Cuando impera una concepción de nación política, como es el caso posiblemente en exclusiva de EEUU, donde, en ausencia de una población originaria dominante, las distintas culturas fruto de la inmigración se integran en un modelo de patriotismo no étnico o, en palabras de Arendt, «anacional».
- Cuando no coinciden la nación política y la nación cultural, que es el caso de los estados plurinacionales o multinacionales como las repúblicas de la antigua Unión Soviética o Yugoslavia, o como Bélgica, Canadá, India o España, donde se producen tensiones entre la autonomía y la autodeterminación de las nacionalidades.
En el caso español, esta tensión multinacional se encuentra recogida en la distinción, en el Título preliminar de la Constitución de 1978, entre nación española (que detenta la soberanía nacional) y nacionalidades y regiones que tienen garantizado su derecho a la autonomía. Existe un consenso sociológico mayoritario en torno al modelo actual de autonomías (43,3%), uno de los más descentralizados del mundo, sólo superado por Alemania. Según datos del último CIS, las posiciones centralistas son de un 15,9%, y el derecho de autodeterminación sólo es apoyado por un 7,9% de encuestados (CIS: 18).
Pero si las tensiones políticas en torno a la organización territorial del Estado se encuentran ligadas a las identidades nacionales, habrá que poner la lupa en aquellos territorios que se definen a sí mismos, en sus respectivos estatutos de autonomía, en términos de nacionalidades. De ellos, podríamos distinguir entre las nacionalidades con lengua propia (Aragón, Baleares, Cataluña, Comunidad Valenciana, Galicia y País Vasco) y aquellas sin lengua propia (Andalucía y Canarias). De las mismas, sólo nos vamos a detener en los casos catalán y vasco, por la existencia en los mismos de un movimiento nacionalista separatista, y en el caso andaluz, por ser nuestra propia Comunidad.
En el caso de Cataluña, según datos del CEO, en julio de 2019 el independentismo cae al nivel más bajo desde el referéndum del 1 de octubre de 1917, superado por el no a la independencia por primera vez desde entonces (CEO: 16). Cuando se pregunta a la ciudadanía por el modelo de relaciones institucionales entre España y Cataluña, el apoyo a un Estado independiente se encuentra en cabeza con un 34,5%, pero muy lejos de la suma de quienes optan por mantener a Cataluña como una Comunidad Autónoma dentro de España (27%) o de quienes plantean como opción una Cataluña como Estado dentro de una España federal (24,5%). Si atendemos al histórico, el independentismo que encabeza desde junio de 2012 en esta pregunta, visibiliza también su mayor descenso desde octubre de 2017 (CEO: 13). El debate público va retornando pues al marco entre autonomismo y federalismo previo a 2012, a falta de nuevos acontecimientos que hagan aflorar los ánimos independentistas (como, por ejemplo, una réplica de la última crisis económica que se concretase nuevamente en políticas de recortes).
Este reflujo del independentismo en Cataluña es análogo al que se experimenta en País Vasco. Los datos del Euskobarómetro del primer semestre de 2019 destacan la recuperación por tercer semestre consecutivo del apoyo a la Constitución española, que con un 40,2% (y una subida de 16 puntos) supera ampliamente al rechazo (28,2%), regresando a niveles pre-crisis (Euskobarómetro: 9-10). En el caso vasco, del mismo modo que en el catalán, el rechazo al marco constitucional es correlativo a la percepción que tiene la ciudadanía encuestada sobre la situación política y económica, con lo que podríamos hallar una correlación entre la crisis económica y el auge del independentismo.
Si nos vamos a Andalucía, aunque el Estatuto de Autonomía la califique como una nacionalidad histórica, resulta patente la inexistencia de un movimiento nacionalista andaluz que colisione con la identidad nacional española. Una abrumadora mayoría de las personas encuestadas en el último barómetro del Estudio de Opinión Pública de Andalucía se sienten tan andaluzas como españolas (un 69,7%), frente al 14,1% que se sienten más andaluzas que españolas, o al 2,8% que sólo se sienten andaluzas (Estudio de Opinión Pública de Andalucía: 20).
De los tres casos que hemos comentado, los de Cataluña y País Vasco son reveladores de cómo las tensiones políticas y económicas se traducen en clave nacional cuando se produce una crisis política generalizada en el marco del Estado español, como consecuencia de la crisis de 2008. La lenta recuperación de la economía española, que aún no ha alcanzado los niveles previos a la crisis, va acompañada de una recuperación de la confianza en las instituciones (así como del bipartidismo, especialmente por el lado del PSOE) y un reflujo del independentismo, que tras el referéndum catalán del 1 de octubre ha ido retrayéndose.
Parejo a este reflujo del independentismo catalán, tenemos lo que puede considerarse el «ciclo corto» del nacionalismo centralista que irrumpe en las elecciones autonómicas andaluzas de 2018, con la aparición de la extrema derecha de VOX y su entrada en el gobierno del tripartito de derechas en la Junta de Andalucía. Este «ciclo corto» culmina en las elecciones generales con 24 diputados, un resultado que según las encuestas difícilmente lograrían repetir, y que entraría en previsible declive mientras la cuestión nacional no recupere el centro del debate político (algo que va a depender de la sentencia del juicio al procés, y de la gestión política posterior a la misma).
De este cuadro, se extraen una serie de conclusiones muy provisionales, sujetas a revisión a medida que se desarrollen los acontecimientos:
- En Andalucía no existe un movimiento nacionalista andaluz de masas. Esto se verifica por contraste con las comunidades donde, al existir ese movimiento, la crisis de legitimidad de las instituciones en los peores años de la crisis económica ha hecho aflorar las tensiones territoriales y el conflicto nacional. Ello no significa que no exista una identidad andaluza o una nacionalidad andaluza, arraigada en un valioso patrimonio cultural e histórico del cual nos sentimos justificadamente orgullosos. Pero dicha identidad se encuentra integrada dentro del marco político andaluz, dominado a su vez por partidos de implantación a nivel del conjunto del Estado español. La lucha a la izquierda del PSOE por arrebatar las señas de identidad andaluza al partido que las ha copado en treinta años de identificación con sus instituciones, no se ha mostrado eficaz para romper siquiera, con 17 escaños y un 16,2% de votos, la barrera de IULV-CA en 1986 y 1994 (con 19 y 20 diputadas y diputados, respectivamente). Y toda estrategia dentro de Adelante que implique un distanciamiento de los referentes políticos de ámbito nacional está condenada a ir reduciendo su propio espacio, en dirección a un nicho andalucista, muy respetable pero minoritario y por consiguiente insuficiente para transformar nuestro país.
- En el conjunto del Estado español, el consenso en torno a la actual estructura territorial es abrumadoramente mayoritario, aunque existan matices sobre el grado de competencias que deben asumir las Comunidades Autónomas. De hecho, tanto es así, que fuera de dicho consenso las posiciones centralistas serían más preocupantes, por su peso, que las posiciones independentistas. Este centralismo es el caldo de cultivo del «populismo» de Vox, que como dijimos tiene un ciclo vital ligado al procés, aunque su origen debe entenderse a la luz de las crisis de poder internas en el seno del Partido Popular. Siendo más escaso a nivel general el apoyo al derecho de autodeterminación, resulta sorprendente la postura adoptada por Podemos en torno a la crisis en Cataluña, que cede la «centralidad» mayoritaria al PSOE, que se va a erigir finalmente como defensor del modelo de Estado que ostenta el mayor consenso.
- La izquierda española no puede avanzar sus posiciones en el conjunto del Estado, en el marco de un periodo de crisis política, si dicha crisis toma una forma nacional. Es un error categorial, muy propio de los ámbitos de izquierda en los que nos movemos, considerar que la crítica de un determinado estado de cosas implica la crítica al conjunto de elementos que componen dicho estado de cosas. Así, una posición crítica con los consensos de la Transición y con los límites de la Constitución, se entiende que deberá impugnar también los consensos relativos a la organización territorial del Estado. Se pierde de nuevo la conexión con los consensos que, si bien imperfectos, se llaman consensos por ser mayoritarios. Y el papel de la izquierda que quiera convertir a la clase trabajadora en una clase nacional (por usar la expresión de Marx) no es destruir consensos per se, sino crear nuevos consensos más favorables en cuanto a correlación de fuerzas. Por eso decimos que la izquierda no puede avanzar en el marco de una crisis nacional: la izquierda tiene que asumir consensos fundamentales sobre en qué Estado queremos vivir, y convertir estos consensos, de corte social, en consensos de ámbito nacional. Ninguna transformación social profunda, que garantice derechos sociales para la mayoría, puede lograrse si no existe un acuerdo en torno a lo que somos o en ese momento hayamos devenido (un Estado multinacional, pero donde se eviten las tensiones con las nacionalidades por medio del diálogo dentro de un marco constitucional que se identifique con la libertad y la igualdad).
No decimos nada que no se haya dicho ya en el seno del movimiento socialista, cuando recordamos que el nacionalismo es el terreno de lucha donde se desvían las atenciones y las energías de la clase trabajadora hacia cuestiones nacionales, hacia cuestiones que tienen en común el repartidor de Glovo y los dueños de El Corte Inglés, de Casa Tarradellas, o del muy andaluz Grupo Ybarra.
Tampoco decimos nada nuevo si recordamos que todo movimiento político debe contar con el pueblo que tiene, no con el pueblo que imagina. La política española tiene poco que ver con los movimientos anticoloniales del siglo XX. La construcción de hegemonía está ligada a la capacidad para liderar un proyecto de país, donde la prioridad de las cuestiones sociales se encuentra por delante, para la mayoría de nuestra clase, de los debates identitarios. La solución más eficaz posible de los conflictos nacionales pasa por la respuesta eficaz, audaz a los problemas económicos que aún atraviesa la mayoría social española.
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Categorías: Política
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