En un video de 8 bit Philosophy titulado “Is tinder killing love?” se nos pregunta qué resta del amor romántico en la época de apps como Tinder y similares. En este universo digital, donde predomina la imagen y donde las afinidades se establecen a partir de gustos e intereses comunes, la obsesión por el cuerpo va acompañada paradójicamente de un desencarnamiento del otro. La interacción en estas aplicaciones, mediada por algoritmos más o menos complejos, es muy diferente de la interacción en el mundo real: perfiles muy sometidos a una imagen idealizada de la belleza, espontaneidad enlatada (miles de fotografías muy similares entre sí y en lugares y actitudes que se repiten hasta la saciedad), conversaciones artificiales y citas rápidas donde el individuo parece más bien un producto de consumo que un ser humano real. Lo fascinante de este tipo de apps es que, al dotar a la cantidad de una cualidad propia, minimizan el riesgo típico de cualquier encuentro romántico o sexual en la realidad analógica. La interacción estaría marcada por el narcisismo: el tipo de persona que nos encontremos habrá sido convenientemente filtrada y preseleccionada, de acuerdo con nuestra imagen preconcebida de pareja ideal.
Lo que parece ausente, según estos análisis, es el encuentro real con el otro en lo que tiene de diferente y por tanto de autónomo ante nosotros. En la medida en que suprimen lo diferente, el amor es despojado de todo su carácter inconveniente o traumático… lo cual, según sostienen algunos autores, supondría eliminar lo propiamente auténtico que debería caracterizarlo.
Naturalmente, las cosas no tienen por qué ser así, y este tipo de reflexiones acerca del potencial negativo de las redes sociales y de las apps de contacto parecen sobrevalorar el poder de las mismas para alterar nuestra manera cotidiana de relacionarnos. ¿Acaso el amor narcisista no es mucho más antiguo que Tinder? Para entender mejor este fenómeno, vamos a introducirnos en la teoría del arte y del amor en dos momentos de la monumental e inabarcable obra de Proust, En busca del tiempo perdido.
En busca del tiempo perdido es una novela en siete partes, parcialmente autobiográfica, cuya redacción tomó catorce años a su autor. El protagonista es un aspirante a escritor, trasunto del propio Proust, y los temas de la obra oscilan entre los ambientes mundanos, burgueses o aristocráticos, que conocía bien el autor hasta la escritura como instrumento a través del cual reconstruir la memoria del tiempo perdido.
La obra de Proust es una rememoración en acto, un “deshacer el olvido”, como ha señalado Walter Benjamin. En ese rememorar, el sujeto mismo se pone en cuestión, se expone a sus contradicciones internas y hace depender su subjetividad del recuerdo de lo más nimio y cotidiano. El Narrador es un sujeto abierto, constituido por el recuerdo y destruído por el olvido. Lo que mueve a Proust aquí es una búsqueda insensata de dicha, como también afirma Benjamin recordando a Cocteau. En la reconstrucción de la memoria, el Narrador se juega su felicidad, y por eso la obra de Proust es contradictoria, pues aunque se ha recordado hasta la extenuación la escena de la magdalena del primer capítulo, en otros pasajes la imposibilidad de acceder al recuerdo apunta a una pérdida fundamental y la sospecha infeliz de una dialéctica inacabada, donde el reconocimiento pleno se escapa una y otra vez entre las manos del autor.
Vi los árboles alejarse agitando sus brazos desesperados, pareciendo decirme: lo que hoy no aprendas de nosotros nunca lo sabrás. Si nos dejas caer otra vez en el fondo de este camino desde donde tratábamos de izarnos hasta ti, toda una parte de ti mismo que nosotros te soportábamos caerá para siempre en la nada. (…) Y mientras el coche cambió de dirección, les di la espalda y dejé de verlos, mientras Mme. de Villeparisis me preguntaba por qué tenía un aire pensativo, estaba triste como si acabase de perder a un amigo, de morirme para mí mismo, de renegar de un muerto o de no haber reconocido a un dios. (Marcel Proust, “A la sombra de las muchachas en flor, II”, en A la busca del tiempo perdido, t. 1, Madrid: Valdemar, 2015, p. 635)
Alain Badiou ha afirmado que un sujeto se define a partir de la fidelidad al acontecimiento-verdad. La política, la ciencia, el arte y el amor son esos dispositivos que constituyen subjetividades, en la medida en que estas subjetividades se definan a partir de un encuentro con la verdad (con una revolución científica o política, con un encuentro amoroso, con un descubrimiento artístico). Proust descubre este dispositivo cuando afirma, también, que en el arte, al igual que en la ciencia, existen revoluciones que alteran nuestra percepción retrospectiva del arte anterior.
Aunque sea justo decir que no hay progreso, que no hay descubrimientos en arte, sino sólo en las ciencias, y que todo artista, recomenzando por cuenta propia un esfuerzo individual, no puede ser ayudado ni estorbado por los esfuerzos de ningún otro, hay que reconocer sin embargo que en la medida en que el arte hace resaltar ciertas leyes, una vez que la industria las ha vulgarizado el arte anterior pierde retrospectivamente algo de su originalidad. (Marcel Proust, “A la sombra de las muchachas en flor, II”, p. 737).
Aquí, Proust anticipa las tesis de Walter Benjamin sobre la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. El arte produce perspectivas insólitas, pero la fotografía es la masificación de esta operación, y tras ella, toda la pintura posterior perderá algo de su autenticidad.
La obra de Proust parece navegar entre las aguas de esta dialéctica del reconocimiento-desconocimiento en el arte y en el amor. A través de sus desgracias, el Narrador nos enfrenta a este reconocerse en el propio recuerdo, y a través de estos recuerdos nos muestra su progresiva elevación desde lo inauténtico, desde la mera introspección, hasta un recuerdo que nos trastorna. El amor, para el joven narrador de A la sombra de las muchachas en flor, es una operación meramente solipsista.
Al principio de un amor, lo mismo que en su final, no estamos apegados de manera exclusiva al objeto de ese amor, sino que más bien el deseo de amar del que va a proceder (y más tarde el recuerdo que deja) vaga voluptuoso en una zona de encantos intercambiables. (Marcel Proust, “A la sombra de las muchachas en flor, II”, p. 802)
El Narrador se presenta aquí como un sujeto puro, que preserva celosamente su autonomía contra todo lo externo. Como dice también Benjamin, la autoinmersión proustiana “tiene en su centro una soledad que arrastra al mundo en sus torbellinos con la fuerza del Maelström”. Su deseo vaga de un objeto a otro, de una muchacha a otra, sin quedar fijado en ninguna pues todas ellas son simplemente su propio reflejo (“Esa Albertine era poco más que una silueta, todo lo que se había superpuesto a ella era de mi cosecha: hasta tal punto prevalecen en el amor las aportaciones que proceden de nosotros mismos”, p. 754).
Pero el arte, el amor, son, por emplear la terminología de Th. Adorno en Teoría estética, la confrontación con lo otro, con lo no-idéntico (Th. W. Adorno, Teoría estética, Madrid: Akal, 2014, pp. 30-31). Proust superará, en La parte de Guermantes, esta alienación subjetivista, que traduce el mundo a reminiscencias de su propia identidad, para acabar reconociendo una relativa autonomía del objeto. De tal manera que el Narrador que parecía tener bajo control su propia prosa y su propio experimento de rememoración, termina reconociendo la memoria como algo separado de sí mismo, como algo que se le impone y ante lo cual él mismo se disuelve.
Así lo descubre cuando asiste al teatro para ver a la Berma por segunda vez. El talento artístico de la actriz, que en la primera ocasión le pareció sobrevalorado debido a sus propias expectativas, se le descubre ahora en la medida en que “deja ser” a la actuación, libre de prejuicios y libre de la noción del genio vulgarizada, mercantilizada por la crítica teatral y por el público del teatro.
A decir verdad, mi impresión, más agradable que la del pasado, no era distinta. Sólo que ya no la confrontaba a una idea previa, abstracta y falsa, del genio dramático, y comprendía que el genio dramático era precisamente esto. (Marcel Proust, “La parte de Guermantes, I”, en A la busca del tiempo perdido, t. 2, Madrid: Valdemar, 2002, p. 46.)
Aquí desarrollará Proust su teoría de la admiración. Esta teoría, que no es sino liberación del objeto frente al sujeto, es aplicable al arte y al amor, a lo que experimentaba el Narrador ante la Berma y a su historia de amor fracasada con Gilberte:
La impresión que nos causa una persona, una obra (o una interpretación) fuertemente caracterizadas, es, como una persona, particular. Hemos llevado con nosotros las ideas de “belleza”, “elevación de estilo”, “patético”, que en rigor podríamos tener la ilusión de reconocer en la trivialidad de un talento, de un rostro correctos, pero nuestra inteligencia atenta tiene ante sí la insistencia de una forma cuyo equivalente intelectual no posee, cuya esencia desconocida debe extraer (Marcel Proust, “La parte de Guermantes, I”, p. 46)
En el ser concreto hay una materialidad que se resiste a la interpretación. Es en ese encuentro con lo que no podemos poner nosotros, sino que está dado con insistencia en el propio objeto, lo más característico de lo que llama Badiou el acontecimiento: en lugar de un objeto que refleja lo que ponemos en él, nos confrontamos con lo otro, con una ruptura en la continuidad de nuestra interpretación. Sólo quien persiste en ese poder de lo no-idéntico puede reconocer su valor de verdad; el precio a pagar por esta admiración es una transformación del propio sujeto estético.
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