Hace muchos siglos, durante la guerra entre Atenas y Esparta, el ateniense Pericles pronunció un discurso muy importante para la historia del pensamiento político europeo. El «Discurso fúnebre» es un discurso patriótico, que destaca los rasgos más importantes de la democracia y los valores cívicos que caracterizan a los atenienses. Pero lo que más me llama la atención del Discurso es, sin embargo, que ese «nosotros» colectivo que lo protagoniza no viene adornado por la identidad del suelo, de la lengua, de la cultura. Ni siquiera aparece mencionado el nombre de la ciudad-Estado, Atenas: está sobreentendido.
En el debate sobre las naciones y nacionalidades en España, tendemos a mezclar dos nociones de identidad política: la identidad que podemos llamar cívica (la de Pericles) y la identidad nacional (ligada al suelo, la tierra, la cultura). Por ese motivo, no hay una oposición entre dos posiciones irreconciliables (españolistas contra catalanistas), sino un cuadrilátero de cuatro esquinas con cuatro posiciones:
Espiritualistas de la Transición Constitucionales que rechazan cualquier referéndum (incluso uno con garantías) porque actualmente la Constitución es lo suficientemente inclusiva para todxs, a la hora de establecer un marco común de libertades, derechos y deberes. |
Procesistas Defensores del procés como tal, desde el punto de vista de que la Constitución actualmente no resulta lo suficientemente inclusiva para todxs. |
Nacionalistas españolistas Nacionalistas que consideran que España es un conjunto de identidades culturales donde la identidad catalana se incluye (guste o no a los catalanes realmente existentes). Puesto que la identidad nacional constituye la base del Estado moderno, y España como nación es una esfera más amplia que engloba a Cataluña, entonces el Estado español deberá agrupar en su seno las distintas realidades administrativas (autonomías) que podemos admitir para las nacionalidades. |
Nacionalistas catalanistas Nacionalistas que consideran que Catalunya tiene una identidad cultural autónoma, que no puede englobarse sin más en la identidad española. Puesto que la identidad nacional constituye la base del Estado moderno, y Catalunya posee una cultura propia, entonces es legítima la procalamación de un Estado Catalán. |
No estoy diciendo nada demasiado complejo, pero la distinción entre estas cuatro posiciones me parece importante, porque se confunden interesadamente, como en el siguiente tweet de Cristina Cifuentes:
📸 Todas las consejerías de la @ComunidadMadrid se suman a la defensa de la Nación y la democracia con la bandera de todos. #VivaEspaña 🇪🇸🇪🇺 pic.twitter.com/fFDnvYOCsr
— Cristina Cifuentes (@ccifuentes) 28 de septiembre de 2017
Aunque algunos traten de hegemonizar el discurso «constitucionalista» (con el que se puede dialogar) para defender tesis nacionalistas que nada tienen que ver con el constitucionalismos, la verdad es que haríamos bien en separar los debates. Es tan falso decir que estar en contra del referendum sin garantías es el equivalente de colgar la bandera de Piolín en el balcón, como decir que defender el procés significa apoyar la aventura secesionista de una burguesía catalana que trata de salvar su poder político (como si en el resto de España no estuviéramos, cada vez que clamamos contra «los catalanes», salvando las posaderas del gobierno corrupto y retrógrado de Rajoy). En otras palabras, no todos los catalanes que apoyan el procés creen en una Catalunya nacional sin diferencias de clase, por ejemplo. Son posturas diferentes.
Ahora bien, ¿cuál es la postura donde me veo reconocido? He estructurado este cuadrilátero para ponerme fuera del mismo, que no fuera del debate. No me siento reconocido en ninguno de los ejes de esta disputa, porque la única solución viable del conflicto consiste en salirse del marco que se ha venido imponiendo.
España atraviesa una crisis económica que, según se anunciaba desde posiciones de izquierda, desembocaría en crisis de régimen. La oportunidad perdida de plantear una alternativa de gobierno a Rajoy está entre las causas inmediatas de esta crisis institucional, que es mucho más seria de lo que parece comprender el conjunto de la ciudadanía fuera de Catalunya. Mientras el pueblo catalán tenga estos interlocutores, las tensiones se agravarán. Una presión contra Catalunya como la que estamos viviendo es una fábrica de independentistas, que además automáticamente convierte el 1-O en una lucha popular contra la represión y por las libertades democráticas.
Estos últimos días, en Zaragoza se celebró una Asamblea con cargos públicos de Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea por la fraternidad, la convivencia y las libertades. Es la apertura, necesaria y por la que debe profundizarse, de un espacio democrático con voluntad de diálogo y de inclusión, un diálogo donde todas las posturas caben, al margen de las identidades (pero respetándolas y aglutinándolas). Pero hay que entender claramente que este diálogo pasa por reconocer a corto plazo el derecho a decidir y a medio por una firme voluntad de reforma constitucional donde se amplíen y garanticen los derechos sociales y las libertades.
No tendríamos referéndum del 1-O si no fuera por la tozudez del gobierno central y por su torpeza a la hora de manejar una situación. Situación que muy seguramente ni siquiera tenga el armazón conceptual para comprender (a juzgar por el horroroso y consfuso tweet de Cristina Cifuentes). Pero tampoco lo tendríamos si las condiciones sociales y económicas de las personas no hubieran visto una degradación tras tantos años de crisis económica, y un reparto desigual de los beneficios tras esta supuesta recuperación. La respuesta al problema catalán no es en el fondo tan distinta de la respuesta a la crisis generalizada que sufrimos en el conjunto de España: dar una salida social a la crisis de régimen, o arriesgarnos a que el régimen y la propia organización de nuestro país como lo conocemos estalle sucesivamente por cada una de sus costuras.
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