El ciclo político de movilizaciones iniciado con el 15-M, y continuado por las Mareas y por las Marchas de la Dignidad, se basa en la larga crisis económica y en el desigual reparto del coste de dicha crisis, gestionada en beneficio de la oligarquía española. Aunque este ciclo político ha quedado en segundo plano debido a un intenso ciclo electoral (con un descenso notable del bipartidismo que ahonda en la crisis de régimen por medio de una crisis de gobernabilidad), las causas que lo impulsaron persisten. Es por eso que ante la fase actual del ciclo político debemos reivindicar la vigencia de la movilización, de la presencia en el conflicto y de la organización de una respuesta coordinada en las calles y en las instituciones que haga frente a las condiciones de precariedad y de desigualdad que atraviesan la vida cotidiana de la gente.Cuando Izquierda Unida nació hace ya treinta años, no quiso definirse como partido político sino como Movimiento Político y Social. Por eso en la jerga interna, que casi nadie entiende de puertas afuera, nunca decimos que IU sea un partido, sino que empleamos otros términos como «organización». Sin embargo en la práctica las cosas no son tan claras. Los límites de este proyecto, en la práctica, son bien conocidos: lo institucional tiende a devorar las energías de una organización cuya dinámica cotidiana, en el mejor de los casos, se estructura como colectivo de apoyo a los grupos municipales. La dinámica clásica, especialmente en los municipios donde estamos en la oposición, es presentarse en las movilizaciones de la mano de los cargos públicos, para convertir los conflictos en mociones institucionales. Insuficiente a todas luces (¡ojo!, esto no va de desmerecer el trabajo de concejalas y concejales que dan lo mejor de sí en cada conflicto), porque desaprovecha el potencial de las redes de activistas y porque no pone en valor el trabajo militante en las calles, en los colectivos, en las asambleas. Que poeticemos el «anonimato» de la militancia que tiene lugar fuera de los focos y de los plenos municipales, es la contracara de todo esto: porque la militancia no tiene en realidad nada de anónimo, es la cosa más expuesta del mundo -sólo que no siempre sale en la televisión ni en la prensa. Que se lo digan a nuestros amigos de Facebook, a los de verdad (a nuestro entorno de amigos y conocidos no militantes), que están hartos de leernos cuando colgamos artículos como este en nuestros muros.
El debate del «movimiento político y social», que actualmente se revive en otras organizaciones y en múltiples teorizaciones (como la del «partido-movimiento»), se encuentra muy actual en la izquierda. Atraviesa múltiples incertidumbres: la necesidad de visibilizar la alternativa a través de la política institucional y mediática es una de ellas. Que le cuenten al PCE, o actualmente a IU dentro de Unidos Podemos, lo que significa formar parte de un cuerpo más amplio cuando de manera inevitable compartes portavocías y cuando mediáticamente no copas ya el centro de atención. Es una incertidumbre, porque pese a todo el discurso movimientista y obrerista, estamos demasiado habituados a entender la política como una extensión del forofismo futbolero, donde si no «vendes» la marca (con tu camiseta, tu chapa o tu pulserita) parece que no existas.
¿Y hacia dónde hay que marchar? En el fondo, hay que refutar todo el argumento del movimiento político-social. Ni IU, ni Podemos, ni ninguna otra organización esencialmente política puede pretender erigirse como tal movimiento aglutinador de la calle y de las instituciones. El partido-movimiento es una contradicción en sus términos, máxime en estos tiempos donde las clases populares se hallan en un estado de fragmentación social y laboral. La gente corriente que se preocupa por cambiar y por mejorar sus condiciones de vida no se adscribe de manera natural a una organización política. Tiene, a menudo, la inteligencia suficiente para economizar sus esfuerzos y para discernir lo que es útil y productivo (activarse por demandas reales y concretas, donde sea visible la posibilidad de conquistar mejoras) de lo que no lo es tanto en el corto plazo (organizar asambleas territoriales o sectoriales, estudiar documentos internos, definir líneas políticas, dirimir diferencias internas, posicionarse en debates necesarios pero a veces un tanto ridículos en torno a composición de órganos y candidaturas). Por eso la militancia política es minoritaria, y en los tiempos que corren cada vez más. Pero eso no significa que la militancia política sea inútil. Tiene que estar presente en los conflictos, pero como parte integrante de los mismos, no como referente externo que viene a «incidir» en los mismos. Cualquier militante tiene un espacio natural de intervención social del cual debe rendir cuentas después en su organización, para hacer que esa intervención tenga sentido político y visión a largo plazo. Cuando se tope con alguien que comparta esa misma preocupación, y que tenga el estómago para querer implicarse en la dura vida de lo interno de una organización, puede perfectamente invitarle a su asamblea o a su área sectorial. Pero no es eso lo fundamental. Lo fundamental es que sepa conectar su vida cotidiana con el programa a medio y largo plazo de la organización. Pero en esa vida cotidiana, tiene que lidiar con el hecho real e inevitable de que va a convivir con personas que no piensan en términos de «reforzar tal organización» ni que quiere que le convenzan de qué es lo que hay que votar en la próxima contienda electoral.
Eso es lo que muchas veces no se comprende en la visión de lo político-social. Lo político-social es el resultado de un desborde que ninguna organización puede controlar. Por fortuna, pues eso revela que la sociedad es mucho más abierta de miras y mucho más independiente que los militantes. Una sociedad viva genera de manera natural militantes, pero un militante no puede construir una sociedad a su imagen y semejanza. Lo que nuestra sociedad necesita ahora no es un movimiento dirigido políticamente, sino un tejido asociativo potente, vivo, independiente. Que no se vacíe la próxima vez que las organizaciones deban poner a alguien al frente de una junta de distrito o deban darle un acta de concejal. Que sepa marcar los ritmos y los tiempos, en vez de esperar a ver qué se pacta o qué se piensa por arriba.
Cuando salimos a la calle el 15-M, lo hicimos con una lista de propuestas políticas, que ya se habían trabajado desde ciertas organizaciones, pero que, y esto es lo esencial, tenía más peso porque era sostenido por una ciudadanía empoderada y movilizada. Esa ciudadanía impuso incluso mecanismos de democracia radical que iban por delante de lo que se debatía dentro de las organizaciones y que de hecho nos viene muy bien a la hora de oxigenarnos (por ejemplo, ya nadie cuestiona las primarias, al menos en público; ni dice que sería una quimera elegir los órganos directamente por la militancia sin intermediación de delegados). Ese es el impulso ciudadano que debería tomar la delantera en tiempos como los actuales, de crisis de gobernabilidad, donde «los partidos no se ponen de acuerdo», y donde, si no es el pueblo quien diga lo que necesitamos, lo dirán el IBEX35 o lo dirá Telepizza. Y es el pueblo el que terminará cocinando y pagando esa pizza.
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