Devuelvan la política a la gente, devuelvan la dignidad

CRsTA22W0AAEgE_En sus reaccionarios Recuerdos de la Revolución de 1848, Alexis de Tocqueville recuerda su advertencia a los de su clase: torres más altas han caído, y nosotros nos encontramos dormidos sobre un volcán. Tocqueville fue muy consciente de que, tras el derrumbe del Antiguo Régimen, ya no quedaban grandes prerrogativas y grandes privilegios (o «derechos») que se interpusieran entre el pueblo y el sacrosanto derecho a la propiedad. En las clases populares se gestaba un clima prerrevolucionario: las opiniones, la ideología que se gestaba en los barrios obreros lo anunciaba. La gente alzaba la voz contra las verdades que la burguesía consideraba evidentes, y tarde o temprano esas ideas, arraigadas en el pueblo, iban a desencadenar un movimiento contestatario contra el derecho de propiedad. Asimismo, conjuntamente con la lucha contra la absolutización de ese derecho en la era burguesa, el clima era prerrevolucionario porque no se iba a contentar con reformas, restricciones y matices: todo el sistema estaba en riesgo, y por doquier la gente discutía el derecho de una pujante clase burguesa a detentar el poder institucional. En otras palabras, como bien supo ver Tocqueville, la crisis social anunciaba una crisis política. Tocqueville la achacaba, en forma algo simplista, en buena medida a la incapacidad de la clase dominante para gobernar –ayer como hoy, si no era el motivo, sí era la gota que iba a colmar el vaso. Aristotélicamente, Tocqueville distingue una causa eficiente (aunque como hemos dicho, la causa material tiene que ver con la desigualdad):

Cuando trato de ver, en los diferentes tiempos, en las diferentes épocas, en los diferentes pueblos, cuál ha sido la causa eficiente que ha provocado la ruina de las clases que gobernaban, veo perfectamente tal acontecimiento, tal hombre, tal causa accidental o superficial, pero podéis creer que la causa real, la causa eficiente que hace que los hombres pierdan el poder es que se han hecho indignos de ejercerlo. (Alexis de Tocqueville, Recuerdos de la Revolución de 1848, Madrid: Editora Nacional, 1984, p.70.)

En estos tiempos de cínico cortoplacismo, donde el sistema parlamentario se dota de tal o cual solución de transición (un lavado de cara, una contrareforma electoral, un proceso deconstituyente, un partido reformista…) a la crisis social y política para seguir tirando hasta los próximos comicios, tiene que ser un reaccionario como Tocqueville el que nos recuerde que los hechos son tozudos, que la historia está plagada de sorpresas, y que hay que poner oídos a lo que se mueve en los barrios, en las escuelas o en los centros de trabajo. Eso forma parte de algo que un mal materialista descartaría apresuradamente, y un buen marxista reconocería como causa estructural o en términos más tradicionales, como sobredeterminación de la base por la superestructura:

Se ha hablado de cambios en la legislación. Yo me siento muy inclinado a creer que esos cambios no sólo son muy útiles, sino necesarios: así creo en la utilidad de la reforma electoral, en la urgencia de la reforma palamentaria. Pero no soy suficientemente insensato, señores, para no saber que no son las leyes las que hacen, por sí solas, el destino de los pueblos. (…) Mantened las mismas leyes, si queréis; aunque yo crea que cometeréis un grave error al hacerlo, mantenedlas. Mantened a los mismos hombres, si eso os agrada (…). Pero, por Dios, cambiad el espíritu del gobierno porque –os lo repito– ese espíritu os conduce al absimo. (Ibíd., p. 72.)

Dani Rodrik habla de un «trilema de la gobernanza global». Según él, hay una incompatibilidad absoluta entre democracia, soberanía nacional e integración económica. Un modelo de integración económica como el europeo, sólo puede mantener cotas de soberanía nacional (en torno obviamente a epicentros con más que ganar gracias a esa soberanía) al precio de devaluar la participación democrática. La aprobación del tratado de Lisboa por la puerta de atrás, desechada la Constitución europea neoliberal en referéndum europeo por naciones como Francia, es un claro ejemplo de ello. El resultado es un clima de distanciamiento de la gente respecto de las instituciones: da igual lo que votemos, si al final no podemos decidir sobre lo fundamental. No es una situación donde la población española pueda declararse inocente: nuestro país ha venido dando históricamente un apoyo abrumador a la integración en la UE por los beneficios económicos y sociales del acceso a os fondos estructurales y de cohesión, pero este apoyo ha ido en paralelo con una desafección política y una delegación de responsabilidades en los partidos «de notables» que, a nivel estatal y europeo, han ido tomando las decisiones al margen de la participación de la gente. En un contexto de crisis económica, sin embargo, las personas que buscan renovar los votos con la menospreciada participación democrática se han encontrado, en muchos casos, con escasas vías para hacerlo y con una «clase política» acostumbrada a ejercer un poder funcionarial libre del escrutinio crítico del ciudadano.

En un excelente libro, Peter Mair se detenía en el analisis del declive de la democracia de partidos, dentro del marco de este proceso de construcción europea. Avanzar hacia un modelo tecnocrático desemboca en el divorcio entre la ciudadanía y los partidos políticos. Los partidos se vacían de contenido, porque la gente no espera de ellos que aporten soluciones reales: todos sabemos que no es ante el pueblo ante el cual responden de sus programas, sino ante los técnicos de Bruselas y ante los poderes de la globalización, que están atentos para descolgar el teléfono amenazadoramente en cuanto algún gobierno quiera sacar los pies del tiesto.

Esta situación ha generado una crisis de legitimidad de la representación política, entendida como delegación, que recuerda en muchos aspectos a la crisis que apreciaba el temeroso Tocqueville en las vísperas de la Revolución obrera del 48. No hay más que prestar oídos a la calle, para percibir el divorcio absoluto entre los profesionales de la política y la gente común. La diferencia de actitudes, de sensibilidades, de urgencias y de inquietudes. La tan vulgar preocupación por mantener y conservar un cascarón institucional, frente a la premura de quienes pierden perspectivas de vida a largo plazo, ven empobrecerse su entorno, perciben la falta de salidas entre la juventud.

El presente es el límite absoluto de todo horizonte de porvenir. Mueve a risa el rescate mediático de la democracia de partidos, que llama a lavar la cara a los mismos manteniendo los elementos fundamentales de partitocracia que caracterizan constitucionalmente nuestra pobre democracia delegativa. Las batallas del futuro no se ganan con las armas del pasado, y aunque lo viejo y lo nuevo son inseparables, es una obviedad que toda estrategia de cambio social pasa por una profunda transformación de las herramientas. Parafraseando de nuevo a Tocqueville, no se trata sólo de cambiar leyes u hombres, porque eso es lo de menos: necesitamos una profunda reforma en el «espíritu» político. Enrico Berlinguer, con sus debilidades y grandezas, reconoció perfectamente esta urgencia de adaptar la herramienta al espíritu de los tiempos: era lo que él denominó la «cuestión moral», que tenía que ver con una manera de funcionar de la política italiana donde los partidos patrimonializaban la vida política.

En la era de la información, y más si cabe en la era de las redes sociales (donde todos estamos conectados a fuentes de información a través de un meme, y donde una parte importante de la población se informa de la actualidad menos a través de la televisión que de las noticias que son reproducidas en sus muros de Facebook) no se puede desdeñar el nuevo espíritu de los tiempos.

El espíritu de los tiempos es más contestatario que nunca. Nunca antes se había hablado tanto de desahucios (que han pasado a ser un escándalo y un problema público, en vez de un drama privado estigmatizante, una acusación de pobreza o de imprudencia inversora). Nunca antes había tanta crítica a la forma en que somos gobernados, una crítica que con toda la razón comprende de un extremo a otro del arco ideológico. El espíritu de los tiempos contrapone la indignidad de los de arriba a la dignidad de los de abajo, y pide no sólo rendición de cuentas, sino también que se pongan herramientas al servicio del empoderamiento de la gente. Eso no significa que todos estén dispuestos a entregar sus tardes libres a la causa de la participación, pero no nos apresuremos en el cinismo del viejo activista que está de vuelta de todo… El empoderamiento de la gente tiene que ver con una conexión de los instrumentos (y ya no vale el partido de viejo tipo, sino el movimiento político-social) a lo que late en la calle. El nuevo espíritu pide dignidad y puertas abiertas, y una libertad que aun maleada por una mal entendida democracia de mercado, alberga profundas convicciones buenas. No exige un cien por cien de activismo, pero sí exige un acortamiento radical del carrerismo político. Pone y quita tribunos un día sí y otro también, porque las responsabilidades son rotativas y porque la representación no se posee: se ejerce y se revoca al primer síntoma de flaqueza. Se acelera por culpa de la televisión, y eso se instrumentaliza por el poder mediático de turno, pero también se acelera en las asambleas e incluso en los partidos (y quien no lo reconoce, los lastra). La velocidad, sometida a culto en un modelo consumista de la política, es inevitable en el marco de todo desarrollo social y tecnológico: en su tiempo, el telégrafo debió escandalizar a las viejas estructuras tanto como actualmente nos incordian las redes sociales, con sus opinólogos a tiempo completo y sus análisis «apresurados». Sin esta velocidad que tan nerviosos pone a los espíritus meditabundos, no habríamos tenido ni 15M, ni la mitad de las movilizaciones que han calentado motores todos estos años de mayoría parlamentaria del austericidio. Esa velocidad ha quitado incluso gobiernos (el gobierno del PP tras las mentiras del 11M), y es un síntoma de una ciudadanía cada vez más informada y vigilante, que demanda canales de intervención y de participación en las políticas. En un tiempo donde existen soluciones técnicas para hacer eso posible, y sólo se precisa voluntad política para hacerlo, la democracia radical es ya una cuestión de dignidad. Garanticemos primero la dignidad.

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