Hegemonía y proceso constituyente

1. Ideología y hegemonía

El político y pensador Antonio Gramsci fue el artífice de una de las formulaciones más importantes del concepto de ideología dentro de la tradición marxista. Gramsci cuestiona formulaciones que reducen el concepto de lo ideológico a «falsa conciencia», a «producto intelectual» (la formulación de Marx y Engels en La ideología alemana) o a punto de vista parcial vinculado a la experiencia cotidiana de la clase burguesa y desvinculado del punto de vista totalizador (Lukács). Para Gramsci, la ideología no se identifica con una mera falsedad, existiendo dos tipos de formaciones ideológicas: las ideologías como especulaciones individuales, y las ideologías «históricamente orgánicas» que son funcionales y necesarias para una sociedad determinada. En relación con lo segundo, las ideologías para Gramsci, como más tarde para Althusser, tienen una existencia material e histórica.

Este planteamiento tiene dos consecuencias. La primera es positiva, dado que para un gramsciano la vida cultural e intelectual no se identifica con la «mera» producción de ideologías desvinculadas del medio material. El trabajo intelectual y el trabajo físico pueden ser igualmente ideológicos, y este último no goza de privilegio alguno a la hora de garantizar la emancipación de las ilusiones ideológicas. Es por ello que la clase trabajadora vinculada a la producción material no lleva la conciencia de clase en las venas, ni goza espontáneamente del punto de vista de la totalidad, dado que en su práctica material puede encontrarse atada a la doxa ideológica tanto como el mayor de los especuladores metafísicos. El planteamiento de Gramsci tiende puentes entre el trabajo intelectual y el trabajo productivo, poniendo sobre la mesa la cuestión de la organización política que permita tanto a obreros como a intelectuales sustraerse de las estructuras materiales que producen el consentimiento o sumisión al orden social dominante. El campo de la cultura y de la producción intelectual es otro de los frentes abiertos a la lucha de clases en una sociedad desarrollada, de tal modo que aun cuando el mundo del trabajo constituye el espacio material desde el cual los hombres pueden tener una perspectiva de las irracionalidades del sistema capitalista, la construcción de un aparato alternativo al dominante precisa de una intervención en el frente cultural donde la conciencia de la explotación es (en principio) más difusa pero cabe hallar las herramientas discursivas y simbólicas que permitan la hegemonía de las clases subalternas.1

La segunda consecuencia del planteamiento gramsciano es, sin embargo, una cierta inconsistencia. Gramsci considera que el poder de clase se ejerce por dos vías: la fuerza y el consenso. El Estado moderno en la sociedad capitalista es el órgano que ejerce la violencia legítima que estabiliza una sociedad capitalista para beneficio de las clases dominantes, pero dicha legitimación del aparato del Estado tiene una fuente externa: la «sociedad civil», que operando por medio de la ideología garantiza el consentimiento de los dominados al poder de clase de la burguesía.

Como indica Perry Anderson, Gramsci yerra en este punto, al situar la hegemonía o consentimiento en la sociedad civil, teniendo en cuenta que la propia forma política del Estado es un elemento clave de este consentimiento político.2 Esto se verifica en especial en las democracias formales liberales. La «neutralidad» del Estado liberal, el Estado de derecho o el imperio de la ley, así como las diversas ideologías corporativistas en el seno de sus instituciones (la defensa de la patria de los ejércitos, el servicio público de los funcionarios, etc.) son muestras de cómo el aparato del Estado funciona también, y no en poca medida, por medio de una ideología generadora de consensos y consentimientos. A la inversa, también la sociedad civil desarrolla formas privadas de represión y coerción en el seno de sus organizaciones (sanciones a los miembros díscolos de tal o cual colectivo, hasta llegar al empleo directo de la fuerza organizada en bandas de mafiosos o fascistas, pero también en un sentido más positivo y necesario en el caso de trabajadores organizados que hacen uso de su número para resistir imposiciones patronales o leyes gubernamentales, por medio de manifestaciones, cadenas humanas, encierros o huelgas).

Esto tiene una consecuencia práctica muy importante para la política actual. En los debates contemporáneos sobre gobierno y poder, resultaría tan erróneo y unilateral el abandono de la lucha ideológica en virtud del mero «asalto al poder» como aplicar acríticamente las mismas tesis ya planteadas por Gramsci y apostar a la única carta de la hegemonía en la sociedad civil, abandonando al enemigo de clase no sólo el control del aparato represivo del Estado, sino también las palancas de que dispone dicho Estado para garantizarse, por medio de sus propias instituciones, el consentimiento de las clases subalternas. En las sociedades capitalistas, el poder de clase se sostiene tanto por medio de la hegemonía en la sociedad civil como por medio del control político del Estado. Es un producto de ambos.

2. Partido político y bloque histórico

Basándose en esta noción básica, Gramsci trataba de superar aquella inconsistencia de su teoría de la ideología mediante el recurso a una estructura política mediadora entre gobierno y sociedad civil: el partido político. Dicho partido es un «príncipe moderno», como lo denominaba Gramsci en los Cuadernos de la carcel con una expresión que burlando la censura de sus carceleros fascistas evoca resonancias maquiavelianas. El Partido Comunista es para Gramsci un centauro maquiaveliano que opera tanto por medio de la hegemonía como de la fuerza, o por decirlo en otros términos, tanto por medio del convencimiento y la persuasión (la transmisión de una ideología como perspectiva vivencial del mundo) como por medio de la imposición numérica de una voluntad popular democrática y mayoritaria.

Tras todo lo dicho no subyace sino la convicción, que puede parecer banal, de que el partido político de la clase obrera ha constituido históricamente el espacio idóneo desde el cual se había de organizar la acción coordinada de los activistas sobre una sociedad civil heterogénea, así como el ejercicio o el acceso al poder político (que obviamente es una superestructura, pero con una autonomía y un ámbito propio de eficacia, y por tanto no una «mera» superestructura que refleje lo económico ni las dinámicas de la sociedad civil). Sea cual fuere la estructura que venga a plantearse para el ejercicio de esta estrategia, y sea como fuere que viniese a denominarse o a organizarse (en un sentido leninista o no), ha de persistir lo fundamental de dicha estrategia de asedio al poder.

En un discurso pronunciado en la conferencia de sindicatos en Moscú de 1918, debatiendo sobre el problema de la carestía de alimentos, Lenin dice:

Toda la dificultad de la revolución rusa estriba en que a la clase obrera revolucionaria de Rusia le ha sido mucho más fácil comenzar que a las otras clases de Europa Occidental, pero le es mucho más difícil continuar. Es más difícil comenzar la revolución en los países de Europa Occidenal, porque allí, frente al proletariado revolucionario, está el pensamiento superior que procede de la cultura, y la clase obrera se encuentra en un estado de esclaviud cultural.3

Como apunta Terry Eagleton, Lenin afirma aquí que la carencia de «cultura» «en el sentido de una red compacta de instituciones ‘civiles'»4 y de desarrollo de las fuerzas productivas (la carencia de un «intelecto general» que diría Marx en el célebre «fragmento de las máquinas») hizo factible la toma del poder del Estado en primer término, pero hizo mucho más difícil el sostenimiento de dicho poder.

Podemos tachar de «culturalista» la interpretación de Terry Eagleton sobre un fragmento de un texto relativo a la carestía de víveres en el contexto de la intervención militar anglofrancesa contra el joven estado soviético. No obstante, se evidencian aquí dos cuestiones plenamente relevantes para el momento actual. En primer lugar, Lenin plantea la necesidad de una lucha por la hegemonía en el seno de la sociedad civil, en lo que supone una auténtica «revolución cultural». Por esa razón en sus últimos años Lenin dedica tanto tiempo y esfuerzo al tema de la formación, y de la concienciación de las masas populares a la hora de autoorganizarse. El Lenin de ese periodo dista mucho de la caricatura de un Lenin estalinista que apuesta todo al poder del Estado, diseñando un modelo autoritario o «totalitario» donde burócratas profesionales de «vanguardia» toman las decisiones de una masa popular pasiva.

Pero en segundo lugar, los últimos trabajos de Lenin abordan la cuestión, plenamente actual (e inspiradora de todos los movimientos anticoloniales del siglo XX) de cómo una sociedad atrasada y dependiente puede hacer uso del aparato del Estado para suplir las carencias de la desorganización cultural y técnica de una nación, cuando una sociedad civil se halla en condiciones de atraso secular. Surge aquí la semilla de una idea que Gramsci va a recuperar en algunas de sus intervenciones: la del partido de la clase obrera, «príncipe moderno» como responsable de los destinos nacionales y como «condottiero que representa en forma plástica y ‘antropomórfica’ el símbolo de la ‘voluntad colectiva».5 Y aneja a ella la teorización del rol que juega la hegemonía de un partido en la «vertebración» de la nación.

Dijimos anteriormente que en la época moderna el protagonista del nuevo Príncipe no podría ser un héroe personal, sino un partido político, el determinado partido que en cada momento dado y en las diversas relaciones internas de las diferentes naciones intente crear (y este fin está racional e históricamente fundado) un nuevo tipo de Estado.6

Ahora bien, como muy bien apunta Gramsci, las cosas son mucho más complicadas de lo que parecen plantear las dicotomías falsas entre partido-movimiento, puesto que muchas organizaciones de la sociedad civil funcionan mayormente como «partido» o fracciones (en especial la prensa) mientras existen partidos, y cita Gramsci en especial los partidos totalitarios, que desempeñan funciones «no estrictamente políticas, sino solamente técnicas, de propaganda, de policía, de influencia moral y cultural».7 En estos partidos, política y cultura se confunden. Y como plantea Gramsci, este mismo mecanismo de confusión entre lo político y lo cultural lo encontramos en las organizaciones libertarias: «el movimiento libertario no es autónomo, sino que vive al margen de los otros partidos ‘para educarlos’.»8

Así pues, existen grupos que al margen de los otros partidos se vinculan con ellos, sin embargo, manteniendo una relación didáctica vinculándose a los movimientos más amplios desde una voluntad de postularse como su élite. Esta vinculación entre diversos partidos «independientes» se da en la constitución de un bloque único, que apunta en una misma dirección sobre el supuesto de que un partido representa, para Gramsci, a una clase social.

…la verdad teórica, según la cual cada clase tiene un solo partido, está demostrada en los cambios decisivos por el hecho de que los distintos agrupamientos, que se presentaban cada uno como partidos «independientes», se reúnen y forman un bloque único. En cierto sentido, era una división del trabajo político (útil en sus límites). Pero cada parte presuponía las otras, de modo que en los momentos decisivos, cuando las cuestiones fundamentales se pusieron en juego, la unidad se formó, el bloque se verificó.9

Ese bloque sufrirá históricamente derivas centrífugas que contribuyan a la convergencia de las fuerzas representativas de la clase, o centrípetas que van en un sentido funcional a los intereses del bloque social dominante, el cual previsiblemente tratará de fomentar la desorganización en base a narcisismos varios que sirvan para descomponer dicho bloque precisamente en el momento en que se pongan en juego las «cuestiones fundamentales».

Ahora bien, en el periodo actual de oposición a las políticas de recortes en España y en Europa y a las imposiciones neoliberales que apuntalan el dominio del capitalismo financiarizado, ¿no tenemos identificadas esas cuestiones fundamentales? ¿No se dan acaso las condiciones para articular un bloque histórico alternativo, un «príncipe moderno», un centauro hegemónico y político, que articule y vertebre un proyecto de país? De la articulación de ese centauro moderno depende que, parafraseando aquellas palabras con las que Maquiavelo concluía El príncipe, los pueblos se sacudan la bárbara dominación de los intereses privados que sustentan el bloque dominante neoliberal.

3. Bloque alternativo y proceso constituyente

La izquierda no ignora que el modelo constitucional de 1978 se encuentra atravesado por una aguda crisis interna, que es la que en cualquier caso va a conducir a su transformación y renovación, inevitablemente. Este nuevo constitucionalismo, como afirma Antonio de Cabo de la Vega,10 debe ser superador de una serie de limitaciones propias de las constituciones que se dieron los Estados europeos en la postguerra, entre las que quisiera señalar las dos más importantes:

  • La limitación democrática,11 concebida por el constitucionalismo social en un sentido representativo tal y como se encarna en el sistema de partidos políticos. Deja fuera otras formas de democracia directa o participativa (y por supuesto, prohíbe otro modelo económico dentro de los márgenes constitucionales). Esta concepción de la democracia (que se basa en logros históricos como la universalidad del sufragio y el pluralismo político) conlleva una agregación de voluntades que las diluye en el sistema, facilitando la «gobernabilidad» y permitiendo una cierta autonomía de la instancia política a la hora de tomar decisiones que afecten a la comunidad. Se trata de una forma representativa sólo concebible en los estados nacionales de postguerra, en los que el papel de lo político es establecer las reglas que permiten la supervivencia del sistema más allá de, por un lado, los intereses cortoplacistas y autodestructivos del capital nacional, y por otro los intereses de la clase obrera organizada que hace peligrar la ganancia y el propio sistema capitalista.

  • La limitación social.12 La principal debilidad de estos derechos económicos y sociales (la joya de la corona del Estado del bienestar) reside en su carácter prestacional. Las prestaciones sociales se ligan al trabajo, que por otra parte las constituciones entienden como un derecho en sí mismo (derecho al trabajo) promoviendo políticas activas de creación de empleo. Sea como sea, se trata de derechos que consagran en último término la reproducción de la fuerza de trabajo o capacidad de trabajo del trabajador, y que (junto al derecho a la educación) sirven a los intereses del capital garantizando que cada trabajador se encuentre en las condiciones físicas e intelectuales para realizar correctamente el desempeño de su función en la empresa. Al mismo tiempo, estas prestaciones descansan sobre una concepción masculinizada del trabajo (consagrando el modelo patriarcal), desvalorizan otras formas de trabajo como el reproductivo o el trabajo informal, y estigmatizan a los que no «contribuyan al sistema». A ello se unen otras fallas: clientelismo, trampa de la pobreza, ineficacia en el gasto, estatismo.

La crisis fiscal del Estado social desembocó a partir de los años 70 en un proceso de recorte de estas prestaciones y coberturas sociales, abriéndose camino a un proceso neoliberalizador que reincidía en la crisis de financiación del Estado social. Por otra parte, los «derechos de segunda generación» (económicos, sociales y culturales) son siempre por naturaleza costosos, y se está de acuerdo usualmente en que su cumplimiento dependerá de la posibilidad real de asumir su financiación. Esto plantea un límite inevitable del Estado social: las contradicciones del capitalismo, y la contradicción fundamental entre capital y trabajo. Por un lado, las propias crisis y fluctuaciones del capitalismo ponen en peligro los derechos de segunda generación. Por otro lado, está la propia estrategia neoliberal de endeudar al Estado por medio del gasto público superfluo y recortar sus ingresos por medio de las bajadas de impuestos: de este modo, el Estado asistencial abandonará a los ciudadanos a su suerte, y les obligará a hacerse cargo «responsablemente» de su situación personal (según la visión del mundo de los conservadores, que considera que los derechos relajan la iniciativa individual).

La cuestión central en este debate es la pregunta de si estos derechos económicos, sociales y culturales se hallan verdaderamente garantizados por nuestra Constitución de 1978, así como por las constituciones de los países de nuestro entorno. La crisis del capitalismo avala cada vez más la perspectiva constituyente, que considera que debemos superar el modelo social del Estado de bienestar, basado en supuestos de corte keynesiano. Si queremos introducir mayores garantías constitucionales para la amplia gama de derechos contra los que se atenta en estos tiempos de recortes y austeridad, tendremos que buscar medios de financiarlos, y estos medios (o al menos eso afirmamos desde la izquierda transformadora) no se encuentran por completo asegurados en el actual modelo económico capitalista, que derrocha potencial productivo y detrae riqueza pública para derivarla a manos privadas. Es preciso integrar elementos de gestión socializada de la economía, y avanzar en dirección a una economía socialista como único modo de producción que puede garantizar un reparto equitativo de la riqueza y una financiación de los servicios públicos.

Pero este proceso constituyente no se lleva a cabo de la noche a la mañana, ni en un país aislado. Cualquier reforma sustancial de la Constitución española depende no sólo de la acumulación de fuerzas en torno a un bloque mayoritario con una visión nacional propia, sino también de la construcción de alianzas europeas. Más aún, de la construcción de una unión federal entre los pueblos de Europa, o al menos de una parte significativa de ellos, empezando por los países periféricos.

En una entrevista muy interesante a un medio argentino, Alexis Tsipras, el dirigente de Syriza, venía a sostener que su partido estaría abriendo su área de influencia para ocupar el hueco sociológico de unas «capas medias» que están viéndose empujadas a la marginalidad por las políticas de austeridad.13 Se trata de las capas sociales que en su momento, a cambio de un determinado sistema de servicios públicos y en una situación de crecimiento económico (especulativo), compraron el pacto social del neoliberalismo de los ochenta y noventa.

Si el modelo neoliberal está agotado en su fórmula actual, parece que la tarea de la izquierda pasara por recuperar algunos mecanismos de control y regularización de la economía (neo-keynesianismo). De ahí la inspiración en modelos como el argentino, con sus defectos, y en general en América Latina. Ahora bien, el modelo keynesiano de la socialdemocracia de postguerra era posible porque existía una potente presión social. Para recrear esa presión social, en un mundo post-URSS, hay que buscar otros mecanismos: el apoyo en los movimientos sociales, y el impulso de algo que podríamos llamar una «revolución democrática». «Democracia» significa producir un contrapeso al gobierno, y eso está en una posición diametralmente opuesta a la concepción keynesiana de postguerra, en la que el ciudadano era fundamentalmente un objeto pasivo de las políticas de bienestar. El nuevo modelo democrático debe ser ante todo una autoorganización de la sociedad (articulada en organizaciones y movimientos de base) para la defensa de sus propios intereses, más aún dado el hecho de que los países peor tratados por la crisis financiera del capitalismo neoliberal tienen por delante una tarea colosal de reconstrucción.

La importancia de un concepto de democracia republicana o de «democracia participativa» del pueblo y de los movimientos sociales, que además es impulsada por los propios partidos de izquierda con posibilidad de gobierno como Syriza, impide una noción de «pacto social» como la que enarbolaban los partidos socialdemócratas de postguerra. Cuya retórica era «pacten con nosotros, o vienen los comunistas». Asimismo, las condiciones económicas hacen imposible que el modelo neoliberal pueda responder a las expectativas de bienestar de una mayoría de la sociedad, que era el principio sobre el que se fundaba la socialdemocracia neoliberal (Laborismo británico, PSOE, PASOK, etc). Lo que propone Syriza es ganar la vieja base social de la socialemocracia neoliberal para un proyecto que es de confrontación.

El hecho es que, en estas condiciones, los derechos económicos no van a otorgarse o a concederse por la gracia del Estado. Deben conquistarse. La recuperación de la soberanía nacional no es algo que vayan a hacer por nosotros, sino que debemos construirla nosotros mismos. Esto tiene una ventaja: si las políticas de postguerra repartían la riqueza para que la gente no se movilizara y el Estado capitalista pudiera mantener su estructura, hoy es la misma gente movilizada la que debe impulsar esas políticas. Esto supondrá que serán las clases populares, no las élites económicas, las que dejarán su huella y su impronta sobre la nueva democracia republicana. Esta síntesis de la reforma con la movilización para construir una revolución que no se quede en reformismo desde arriba, es algo que tenemos que aprender de América Latina. Allí, la lucha por el socialismo (donde esta cuestión se está planteando como un objetivo más o menos próximo) es inseparable de las reformas parciales bajo un capitalismo sometido al control ciudadano y a la participación democrática directa. Lo importante es que sea el pueblo organizado el que tutele el proceso de reformas y defienda la irreversibilidad de las transformaciones.

Este proceso no va a ser corto ni sencillo. Estamos abocados probablemente a una lucha de largo recorrido, para la cual tenemos que estar preparados organizativamente y psicológicamente. Asimismo, tampoco puede ser un proceso que se quede en los límites de un solo país. Cualquier reforma sustancial en España, que debe culminar en una reforma constitucional amplia, no sólo depende de la acumulación de fuerzas en torno a un bloque mayoritario con una visión nacional, sino que depende también de la construcción de alianzas internacionales, dentro y fuera de Europa. Es más, la propia definición de la vieja Unión Europea se ha revelado ineficiente, contraria al interés de los países periféricos. La estructura europea con sus relaciones de dependencia, sus órganos supranacionales, su moneda única… no constituyen el marco de la lucha de los de abajo. Ante la improbabilidad de un cambio en las políticas de las potencias económicas dominantes, la secesión de los pueblos del sur de Europa es una posibilidad muy a tener en cuenta. Una unión económica alternativa (emulando la iniciativa del ALBA en América Latina) debe ser el primer paso que fundamente una nueva unión política que sea lo que la Unión Europea nunca pudo ni quiso ser.

 NOTAS

1Para Gramsci, la cultura no es acumulación pedante de conocimiento libresco, sino que «es organización, disciplina del yo interior, apoderamiento de la personalidad propia, conquista de superior consciencia por la cual se llega a comprender el valor histórico que uno tiene, su función en la vida, sus derechos y sus deberes» (Antonio Gramsci, «Socialismo y cultura», en Antología, Madrid: Siglo XXI, 1977, p. 15). Resulta por tanto obvio que dicha cultura es algo irrenunciable para que la clase trabajadora acceda al para sí de una autoconciencia política socialista.

2Citado en Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, Barcelona: Paidós, 2005, p. 152.

3V. I. Lenin, «IV Conferencia de los sindicatos y de los comités fabriles de Moscú», en Obras escogidas en 12 tomos, t. 8, Moscú: Propreso, 1973, p. 101, disponible en http://www.marxists.org/espanol/lenin/obras/oe12/lenin-obrasescogidas08-12.pdf.

4Terry Eagleton,O. Cit., p. 155.

5Antonio Gramsci, «El príncipe moderno», en Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno, Buenos Aires: Nueva Visión, 2003, p. 9.

6Ibid., p. 28.

7Ibid,. p. 30.

8Ibid.

9Ibid., p. 38.

10 Antonio de Cabo de la Vega, «El fracaso del constitucionalismo social y la necesidad de un nuevo constitucionalismo», en VVAA Por una asamblea constituyente. Una solución democrática a la crisis, Fundación CEPS/Editorial Sequitur. También recogido en Nuestra Bandera, nº 231, vol V (2012), pp. 141-151.

11 Me baso en el apartado así titulado en Ibid., pp. 142-145.

12 Me baso en el apartado así titulado en Ibid., pp. 145-148.

13«Como Hércules, tenemos que limpiar la mierda y pelear con la hidra», entrevista a Alexis Tsipras, en Página/12, 30/12/2012, en http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-210888-2012-12-30.html (4/2013).

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