Una profecía que se autocumple es una predicción que funciona ella misma como causa de que su enunciado se haga realidad. Una de este tipo sería aquella coletilla, que nunca falta en las conversaciones entre comunistas, de “cuando pasemos a la clandestinidad”. Es una profecía que se autocumple, porque afirmaciones de esta índole sólo sirven para ensalzar la identidad de grupo y nuestro carácter marginal, algo que a todas luces se convierte en un obstáculo para la acumulación de fuerzas y para la contienda democrática.
Otro elemento que nunca falta en la identidad comunista es la moral del trabajo. El trabajo, se dice, es la fuente de toda la riqueza,1 y es la clase de los productores la que debería estar destinada a hacerse con las riendas de la sociedad, organizándose democráticamente para el reparto de las funciones productivas y para la distribución del producto social en un sentido equitativo y solidario. Esta moral del trabajo, ensalzado por su obvio potencial creador, confluye con el sentido de la disciplina, que como bien argumentó Gramsci es para el socialista una disciplina autoimpuesta, resultado de un compromiso moral (la acción disciplinada emana de una Idea o un principio, es decir, de una filosofía práctica).
Para el socialista, la disciplina es una necesidad indispensable producto de su compromiso práctico, en la medida en que lo que sé acerca del mundo me impone inevitablemente un curso de acción para transformar el mundo, y dicha transformación desde lo colectivo es una imposición de la razón sobre la voluntad individual. Esta imposición racional es el modo socialista de la disciplina, que se distingue de la disciplina burguesa en que es resultado de una elección y de un compromiso (y dicha elección no puede revisarse, al menos hasta que suframos el primer infarto).
Pero ¿la disciplina socialista implica, y en qué medida, la moral del trabajo? Uno está tentado de seguir ciertos párrafos incómodos de Kautsky y Lenin, donde se rastrean en la política socialista las huellas de tradiciones obreras que provienen no de la clase obrera emancipada, sino de la clase obrera alienada que ha aprendido a pensar conforme el látigo de los patrones. De una clase obrera que debe separarse de su conciencia espontánea (en este caso, el cómputo mecánico de las horas de “trabajo” que echa el compañero de trabajo o el enlace sindical) para abrazar una conciencia política socialista.
Realmente, el compromiso del socialista no está ligado a la moral del trabajo, sino a la moral socialista, lo que significa que en su tarea de lograr una sociedad más justa el fin debe obtenerse con la máxima economía de recursos (por tanto, no es necesario echarse ninguna cruz al hombro) y no necesariamente por la fuerza bruta o la resistencia física. El fin político puede exigir disciplinarse para contenerse en el trabajo, para no agotar energías innecesariamente, lo cual puede alejar al individuo de la necesaria calma de ánimo para evaluar fríamente la situación, pararse a pensar, a evaluar y a reevaluar la dirección de sus esfuerzos. El objeto de la disciplina militante es un fin político y no el trabajo por el trabajo, de ahí que la expresión “trabajo militante” sea en sí misma un contrasentido, cuando sería más apropiado hablar de “disciplina política militante”.
El moralismo del trabajo, para un socialista, es políticamente nefasto. Porque en lugar de primar la consecución disciplinada de un fin moral racional, prima la consecución irracional de una disciplina del trabajo por el trabajo, sin un fin externo, sin un fin político. Como las profecías que se autocumplen, la moral del trabajo contiene en su enunciado su propio destino. Es un dogma prepolítico, como todas las doctrinas que ponen el peso en la centralidad o en la autonomía del mundo del trabajo en lugar de plantear los problemas políticos de organización de la sociedad y de regulación colectiva del acceso a la naturaleza, a los recursos y a los medios de producción. La moral del trabajo bloquea la posibilidad de abrir horizontes de militancia, que no tienen que ver con el trabajo sino todo lo contrario, con la superación de la sociedad del trabajo erigida como la cruz de la moneda de la sociedad del capital.
NOTAS
1Una sentencia de socialismo vulgar que refutó Marx al comienzo de la Crítica del programa de Gotha: “Los burguesas tienen razones muy fundadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural; pues precisamente del hecho de que el trabajo está condicionado por la naturaleza se deduce que el hombre que no dispone de más propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo de otros hombres, quienes se han adueñado de las condiciones materiales de trabajo”. Por otra parte, el trabajo no es ni mucho menos la fuente de toda riqueza, pues en las sociedades capitalistas es también la fuente de pobreza y de derroche de potenciales que serían mejor encauzados en el marco de otro tipo de organización social más razonable.
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