Las contradicciones de este capitalismo en crisis no dejan títere con cabeza. En absoluto la izquierda transformadora va a librarse de ellas.
Desde hace un tiempo, desde la izquierda hemos constatado que nos enfrentamos a una crisis de las instituciones sociales y políticas que hicieron posible mantener, si no una elevada tasa de crecimiento, sí una elevada tasa de ganancia capitalista (en especial para las grandes corporaciones). Esta ganancia obtenida, vía expropiación de las clases trabajadoras, vía financiarización de la economía (el «gran casino»), es la que ha mantenido la estabilidad del sistema; y este sistema, este entramado de instituciones es lo que llamamos neoliberalismo.
Ahora bien, como sabemos, este mismo sistema neoliberal, que garantizó la tasa de ganancia capitalista durante las últimas décadas, se encuentra en crisis. Las vías de solución parece que pasan por profundizar en las diferencias de clase y abaratar la fuerza de trabajo. Para ello, se impone una gestión técnica (en realidad política, pues sigue una política de clase: de salvación del sistema, pero en beneficio de las clases dominantes), la cual pasa por una suspensión de las soberanías nacionales. En fin, vamos hacia una respuesta autoritaria a la crisis, que es lo que tratamos de designar con el difuso apelativo de «dictadura de los mercados».
Todo esto forma parte de la teoría que bien conocemos. Pero, ¿lo sabemos en la práctica? En la práctica, la izquierda opta por defender unas instituciones que ya están siguiendo, desde hace décadas, los planteamientos ideológicos y económicos del neoliberalismo. Un neoliberalismo, por supuesto, humanizado: con una sanidad pública insuficientemente financiada, con una educación libresca, despolitizada y estructuralmente «estupidizante», con un sistema de pensiones en proceso de privatización (obra entusiásticamente impulsada por ambas patas del bipartidismo)… Por supuesto, lejos de mi intención desmerecer el verdadero heroísmo de aquellos que, desde dentro de ese sistema tratan de construir un «estado del bienestar» para todos. Ello no resta evidencia al hecho de que lo hacen desde un sistema plenamente neoliberal, donde lo que hay de «bienestar» es una supervivencia que pronto pertenecerá al pasado. Y ni el sistema da facilidades para estos heroísmos, ni los partidos del sistema se plantean en la agenda una transformación real de esta lógica neoliberal.
Estas son las instituciones que estamos tratando de apuntalar cada vez que defendemos la sanidad pública, la educación pública, o la soberanía nacional frente a las imposiciones de los mercados. Y, junto a cierto centro-izquierda, entramos en esta guerra de resistencia dentro de instituciones que se encuentran en una crisis de transformación hacia otro modelo más autoritario, queriendo mantenerlas como hasta ahora, en circunstancias en que no pueden seguir funcionando. Porque ni el neokeynesianismo nos salvará, ni el neoliberalismo que ha funcionado hasta ahora lo hará; el futuro es la «solución» autoritaria, un neoliberalismo donde los propios derechos liberales quedan en suspenso, bajo estado de excepción.
Pero como decía, aunque sabemos que las instituciones están en una crisis de transformación que las hace en el medio-largo plazo insostenibles, lo sabemos sólo en la teoría. No en la práctica. En la práctica nos desentendemos de ello, ignoramos las señales de alarma, creemos que aún podemos revertir la situación al (en cierto modo, cómodo) equilibrio social, político y económico que estuvimos viviendo las últimas décadas. Sabemos que ese sueño acabó, pero insistimos en seguir soñando. Y cuando luchamos, luchamos a la defensiva: en las instituciones gestionamos lo que nos dejen, en la calle pedimos que no nos quiten más. Pedimos que se mantenga lo poco que queda, y hasta se nos olvida que estábamos en contra de esto, que no queremos siquiera estos servicios públicos burocratizados, mal gestionados, poco imaginativos, ajenos al pueblo (quiero decir, al «usuario»). Resistimos.
Y mientras resistimos con lo mismo, esperamos que pasen cosas. Aún nos queda tiempo, aún nos queda futuro, de modo que podemos seguir manteniéndonos con las sobras del gran festín de beneficencia que generosamente se nos ofreció en el pasado, mezcla de buenismo socialdemócrata sobre remozado asistencialismo franquista. Así que como aquí nos queda tiempo, esperamos que pasen cosas en otro lugar. Que Merkel pierda las elecciones (aunque el SPD vaya a seguir su misma política, si bien tal vez por la vía lenta, queriendo a su vez resistir en el tiempo…). O que los griegos hagan la revolución. Es decir, que la hagan ellos, por nosotros, y nos iluminen en el camino que seguramente no seguiremos.
Cuando el presente contiene gérmenes del futuro, es porque el peso del pasado frena las tendencias y las contradicciones que provocarían de otro modo el cambio social. Y esto es lo que nos sucede en España, cada vez que nos miramos en Grecia y comparamos su presente con los futuros que se nos presentan, por ahora, demasiado abiertos. Vivimos en la anticipación del porvenir (de te fabula narratur), esto es, en la indeterminación anticipada de las sombras de un presente incierto.
Los griegos, esos griegos que esperamos hagan la revolución por nosotros (sin nosotros, que seguiremos resistiendo con el sistema), en cambio no tienen futuro, sólo presente. Un presente atroz, insoportable, tedioso, que parece eterno. Es un presente que se repite día a día, que no avanza, que no marca diferencias suficientes como para hablar de futuro. Es la suspensión del tiempo en un presente constante.
Sí, se espera que los griegos vayan a hacer algo. Pero la solución de los griegos, para los griegos valdrá, no para nosotros. Nosotros tenemos la suerte de poder permitirnos pensar que no hay alternativas a los recortes salariales a los funcionarios, a la degradación o privatización de servicios públicos. Es un lujo permitirnos esto, porque hay gente que no tiene ya de dónde recortar. Pero mientras pensamos en la óptica de decidir qué se recorta y qué no, perdemos un tiempo valiosísimo que deberíamos destinar a preparar una alternativa necesaria. Cada segundo que pensamos en términos de resistir, de mantener como sea lo poco que queda, es un segundo perdido en luchar por la alternativa que presentaremos a estos recortes. Y cada segundo que pensemos en encontrar una partida presupuestaria prescindible, será un segundo cancerígeno, un segundo que nos atrofiará más aún en el sentido diametralmente opuesto del que nuestros cerebros deberían seguir: la búsqueda de alternativas reales, prácticas, para ordenar y gobernar una sociedad dispuesta a invertir sus esfuerzos en asegurar el bienestar y la dignidad humanos, que nunca pueden estar supeditados al pago de deudas odiosas, ni al beneficio privado de una minoría.
Sólo hay una manera de que esta opción, organizarse para vivir y para luchar fuera y en contra de este sistema en crisis de transformación, sea una opción equivocada. Eso sería en el supuesto de que, realmente, esta crisis en la que entramos tenga una solución que no sea la de organizarnos desde arriba, autoritariamente, disciplinariamente, imponiéndosenos condiciones de vida miserables. Cuando hablamos de resistir, de esperar a que suceda algo, ¿es de esta solución de la que hablamos? ¿Esperamos otra cosa? Yo no me lo creo. Y estoy convencido de que nadie puede darnos ninguna respuesta seria capaz de justificar esta espiral en la que estamos entrando.
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